En la organización de los Juegos Olímpicos es fundamental la implicación de todos los agentes que intervienen en un acontecimiento de tanta magnitud. Todo empieza, lógicamente, en la ciudad que los acoge y se extiende al país organizador en general, en sus instancias públicas y privadas. No parece que haya ocurrido así en la cita de Río de Janeiro, que se abre dentro de ocho días. Una encuesta del prestigioso diario Folha de Sao Paulo estima que el 50% de los brasileños se opone a la celebración de los Juegos en la ciudad carioca. Una valoración opuesta a la que siguió a la elección de la ciudad en octubre del 2009, en un tiempo en que Brasil era una de las grandes economías emergentes. Pero el gigante sudamericano se enfrenta hoy a la peor crisis política, económica y social de los últimos 25 años. La caída del precio del petróleo, la bancarrota del Estado, la corrupción galopante, y el aumento de las seculares desigualdades sociales y de la inseguridad plantean un sombrío escenario, jalonado con el polémico juicio político que apartó a Dilma Rousseff de la presidencia. Los esfuerzos de última hora, como sucedió en el Mundial de fútbol, permiten, sin embargo, llegar a pensar que los pésimos augurios se olvidarán cuando los deportistas pasen a ser los protagonistas. Brasil cuenta, además, con su proverbial hedonismo para solventar el fatigoso reto que ha sido organizar los primeros Juegos en Sudamérica. H