Estamos regresando al manifiesto, a su esencia civil de hartazgo y de presión sobre los indolentes. El manifiesto es España, es la palabra previa a la algarada, con su eco de vacío sobre el mar de cabezas bamboleantes, como mucho, sobre la pantalla del smartphone. España no es Baroja, Azorín y Maeztu, enviando el Manifiesto de los Tres, ya entonces por la regeneración política, a Unamuno: porque en aquella España, la que pudo ser, la que se había perdido mucho antes, con las Cortes de Cádiz, algunos aún conocían el terreno que pisaban. En esta, que luce sin Gobierno igual de taimada y navajera en el politiqueo, incluso ante el marasmo del nuevo lodazal, porque nadie dijo lo que ha dicho ni tampoco recuerda lo que quiso decir, aún tenemos conciencia: seis ex ministros socialistas, con históricos como José María Maravall y Javier Solana, o recientes, como César Antonio Molina, con recorrido y fondo en el poema como una afirmación poliédrica del mundo, han firmado el Manifiesto a los diputados electos, junto a antiguos dirigentes de otros partidos, para empujar a los diputados a «buscar acuerdos y soluciones en vez de proseguir obsesionados por identificar culpables», o ese viejo fantasma, el bien común, en lugar de «ventajas estratégicas o intereses partidistas». El manifiesto, cargado de sensatez, apunta lo que sabemos: que a estas alturas del drama «lo prioritario es investir un Gobierno que cuente con el respaldo parlamentario suficiente». Fernando Sabater, Gutiérrez Aragón, Miguel Ángel Aguilar, más gente. Se agradece el esfuerzo de no abandonarse a la desolación. En el fondo, en muchos de estos nombres, aquí hay una generación política, intelectual, civil, que supo hacer las cosas de otra forma, mejor o peor; pero las hizo, mientras que esta ni siquiera se ha puesto de acuerdo para enviar la publicidad electoral en un mismo sobre, y eso que eran ya las segundas elecciones. Pero hay que dejar ya el selfie y el sofá. Unas terceras, no. H

* Escritor