Un conocido, estudiante de arquitectura cuando yo lo era de economía, solía decir que las casas debían empapelarse, es decir, las paredes debían cubrirse con papel, no con pintura, porque, afirmaba con gran seriedad, «el engrudo aguanta mucho». No sé si el argumento era serio o no, pero, en todo caso, me parece que la economía tiene mucho engrudo, aunque los economistas lo llamamos inercia. Si un país crece, lo más lógico es que siga creciendo, porque al producir más genera más rentas, que hacen que la gente consuma más, se genere más empleo, las empresas inviertan más, la confianza crezca, esto anime de nuevo el consumo y la inversión… Un círculo virtuoso.

Eso es lo que está pasando en la economía española, desde hace un par de años. Por eso los indicadores macroeconómicos son positivos. Y esto es muy bueno, porque unos años de crecimiento estable, aunque no sea muy alto, solventan muchos problemas. Por ejemplo, si las familias están muy endeudadas, como es nuestro caso, la deuda se puede ir pagando regularmente, y el agobio se aligera. Y si los tipos de interés son bajos, como ahora, la deuda pesa menos, porque el mordisco mensual para pagar la deuda de la tarjeta de crédito es menos doloroso.

Pero un razonamiento de este tipo puede llevar a la complacencia: la economía marcha, luego no hay que preocuparse en exceso; lo importante es que no haya ningún desastre. Ha sido la reacción de las empresas -lógica, probablemente- y de otros actores en los últimos meses. ¿Elecciones? ¡Oh, no, que puede salir algo desagradable! ¿No se ponen de acuerdo los políticos? Pero bueno, ¿a qué esperan? ¿No ven que pueden hacer descarrilar el tren del crecimiento? ¿Brexit? ¡Pero a quién se le ocurre hacer un referéndum ahora! Cortoplacismo, impaciencia: quizá nos resistimos a reconocer que las cosas no son como nos gustaría. Una consecuencia de esa reacción es el uso quizá desproporcionado de medidas de emergencia, como el que recurre a antibióticos para un resfriado. Hemos pedido al Banco Central Europeo que haga todo lo posible, no para evitar una crisis grave, sino para volvernos rápidamente a la normalidad. Y si el crecimiento no se acelera, la UE se encargará de que suban las inversiones públicas, que serán la panacea: ¿quizá nuevas líneas de AVE a ningún sitio?

Los economistas tenemos algo de culpa, porque hemos creído que somos capaces de diseñar medidas correctoras para todos los problemas. ¿Recesión? Practiquemos una política monetaria expansiva. ¿Déficit exterior? Devaluemos la moneda. Y, claro, los políticos se apuntan a esas soluciones, porque son más cortoplacistas aún, si cabe, que los propios votantes.

Pero las consecuencias de este tipo de reacciones son conocidas desde antiguo, aunque no solemos prestarles atención en los planes de estudio de los economistas, ni en la formación de los políticos. Falta de visión de conjunto: se actúa sobre una variable, sin darse cuenta de que esto empeora otra, lo que llamamos efectos perversos. Anomia: al final, acabamos reaccionando solo a los impulsos, pendientes de lo que vayan a hacer las autoridades. Y las instituciones se desvirtúan: por ejemplo, los bancos centrales son cada vez menos los guardianes del dinero y los gestores de la política monetaria, para convertirse en solucionadores de los problemas de gobiernos incompetentes y de mercados cortoplacistas.

Perdón, porque se me ha calentado el teclado al escribir esto, y me ha salido la veta negativa. Espero que el nuevo Gobierno tenga la serenidad necesaria para no dejarse dominar por el cortoplacismo, y sea capaz de hacer un diagnóstico aceptable de los problemas a medio y largo plazo. Un diagnóstico que mire el conjunto de los problemas, no una parte. Porque, por ejemplo, lo que pasa en el mercado de trabajo tiene que ver con el mundo de la educación (los proveedores de la mano de obra), con el de la producción y la empresa (los demandantes), con la renta de las familias, con sus aportaciones a la Seguridad Social y con el futuro (y presente) de las pensiones; por tanto, con la productividad, la demografía, el gasto social, los impuestos, el déficit y la deuda; con las desigualdades, con el malestar de la población, con las posibilidades de mejorar nuestro nivel de vida.

También las empresas deben tomarse en serio sus responsabilidades. Porque si alguien sabe crear empleo, generar rentas para las familias, ofrecer formación y oportunidades a jóvenes y mayores, innovar y abrirse a nuevos mercados, son las empresas, que no deben tener ningún complejo a la hora de asumir el protagonismo de presente que les confiere la coyuntura, y el de futuro, que es el objeto de sus estrategias. Y ahora, sí, ahora me ha salido la veta positiva.

* Profesor del IESE