Hasta hace no mucho, en la católica España, los de otras religiones eran tildados de «paganos». No se trataba de gente que no quisiera pagar. Tampoco era acertado el adjetivo, pues no todas las religiones eran «paganas». El origen de tal calificativo se remonta a hace casi dos milenios, como veremos a continuación.

La religión de la antigua Roma era politeísta. Se admitían todos los tipos de dioses, incluso los traídos desde pueblos conquistados, de ahí que uno de los templos más ricos de la ciudad del Tíber fuese el de la egipcia diosa Isis. Lo único que se pedía a los creyentes era que su fidelidad a su dios preferido no estorbase la de otro leal seguidor a otra divinidad.

Así marchaba, sin más problemas, aquella admirable sociedad. Hasta que, un día, asomó por el horizonte un seguidor de un dios extraño. Aquel dios nuevo no se veía por lado alguno y, para mayor sorpresa, ni siquiera aportaba promesas sobre la vida terrenal; su reino era de otro mundo, allende la muerte. Mas lo que más dejaba estupefactos a los romanos era que aquella nueva religión exigía abolir todas las demás. ¡Vaya desastre!. Con aquella «innovación», no habría forma de aplacar a los conquistados pueblos que, al menos, habían visto salvados los cultos a sus dioses, así que el cristianismo quedó señalado como «enemigo público número uno», sufriendo sus seguidores lo indecible

Pero poco a poco aquella nueva doctrina se fue abriendo paso en pueblos y ciudades y, pasados unos pocos siglos, los antiguos dioses solo permanecían «vivos» en los rincones más alejados de la cultura «viva»: los campos de labranza más alejados y tradicionales, los «pagos». Así fue como, con el tiempo, pagano era el rústico y atrasado campesino seguidor de los antiguos dioses, no del nuevo (Jesús). Y aunque el anterior judaísmo y el más moderno islamismo no tenían nada que envidiar al cristianismo, por no hablar ya de las diferentes ramas surgidas del mismo, en sentido amplio un católico era un católico y, los demás, eran los paganos. Recientemente, el Vaticano, la misma España, se han abierto al mundo y ya sabemos que lo no-católico puede ser budista, suní, luterano e incluso animista.

Pues algo parecido ha ocurrido en Gran Bretaña. Basta con analizar los resultados del famoso Brexit, según zonas. Donde más se ha votado a favor de la permanencia en Europa ha sido en el propio Londres (versión actual de la antigua Roma imperial), núcleo cosmopolita abierto a miles y miles de ciudadanos provenientes de todo el mundo: sijs, kenyatas, jamaicanos, cingaleses, sirios, malvinos... Luego han venido los escoceses, gentes tradicionalmente en guerra contra la propia Inglaterra y que, durante siglos, encontraron ayuda en el «continente». También ha ocurrido el mismo fenómeno en el Ulster, quizás porque el fenómeno religioso cada vez nos radicaliza menos a todos y, a la vez, queda subyacente la realidad de que, al fin y al cabo, los hermanos irlandeses católicos siguen en Europa, sin que deba estar la hermandad separada por fronteras.

Total, que los antieuropeos han seguido la línea de lo antiguos anticatólicos. Solo han triunfado en el mundo rústico (pagano), aquel que, aun poco contaminado de creencias y de pueblos nuevos, vive feliz rememorando la lucha contra los barcos de Felipe II, la vieja guardia de Napoleón y los aviones de Hitler...

Dejémosles arrebujaditos en sus frías y húmedas camas, ensoñando las épicas gestas de sus héroes. Nosotros, los europeistas, a lo nuestro: a seguir andando, y bien deprisa, hacia nuestro futuro. H

* Abogado