Inglaterra es el grito monolítico de Stonehenge, la pretendida singularidad de un nacionalismo que ha resultado ser, como todos, racista y económico. Solo por aquí podemos empezar a hablar del referéndum sobre su permanencia en la Unión: porque mientras la libra cotizó en el cielo esmeralda de la prosperidad y Europa era las cuentas cuadradas en Berlín, con una construcción que únicamente ha sido monetaria, Inglaterra --la isleña, la monolítica--, estuvo encantada de sentarse en su consejo de administración. Pero resulta que también hay otra Inglaterra, con esta paradoja: mientras que el 70% de la juventud está a favor de la permanencia en la UE, el 70% de los viejos ha votado en contra. Es decir: la gente que tiene menos futuro ha dejado sin futuro europeo a los que sí desean tenerlo. El asunto es más profundo, pero también más simple. Tras dos guerras mundiales y el desgarro en la piel de sus posguerras, se edificó suavemente, con largas noches de estrategia y diplomacia, la unión entre países, reconvertida hoy en una mastodóntica estructura administrativa para el enriquecimiento mercantil. Y ante la primera crisis -real, humanitaria-- de refugiados que avergüenza a nuestra mermada solidaridad, una lejana capacidad para empatizar con el sufrimiento ajeno -que puede ser el nuestro mañana mismo-- cerramos las fronteras de cemento y gases lacrimógenos para que estos tipos pedigüeños, padres, hijos y esposos, esos niños infames y sus madres lloronas sigan al otro lado del alambre que ha resultado ser el corazón de Europa. Hoy brindan Donald Trump y la extrema derecha europea, que exige más referéndums. El euro, sin humanismo, es una moneda muerta. Inglaterra no quiere dejarse imponer la austeridad que nos dejó una parte de la Constitución con el contador a cero, ni tampoco asumir el derecho humanitario con la inmigración. Su decisión es xenófoba. Ya sabemos que todo está podrido, pero algunas manzanas es mejor perderlas de vista cuanto antes.

* Escritor