El llamado «derecho a decidir» es una expresión que el independentismo catalán ha colocado con bastante habilidad en la vida española. Es un viejo truco político: dices algo obvio y positivo, lo defiendes con pasión y no hay manera de llevarte la contraria. «Hay que defender a los oprimidos», «hay que combatir la pobreza», «hay que luchar por la paz». Sí, eso es en lo que toda persona de bien cree, pero ¿cómo? La expresión «derecho a decidir», así, sin matices, no quiere decir nada. Es un cajón vacío al que le puedes echar lo que quieras. Por eso está siendo empleada por los independentistas (y algunos no independentistas) como un paraguas amable para ocultar varias falacias que es necesario refutar.

La primera falacia es que el pueblo catalán tenga el derecho de autodeterminación en el sentido de que tenga el derecho a decidir por sí mismo (es decir, unilateralmente) la formación de un Estado catalán independiente de España. Con franqueza, no creo que el lector pueda encontrar, ni en España (incluyendo, obviamente, a Cataluña) ni fuera de ella, a un internacionalista de un mínimo peso que le ofrezca una opinión medianamente solvente en sentido contrario. Es más, agradecería sinceramente, si alguien la encontrara, que me la haga llegar.

Ciertamente, el Derecho internacional vigente reconoce el derecho de autodeterminación de los pueblos, pero Cataluña no es uno de esos pueblos a los que se reconoce tal derecho. Para que pudiera ejercerlo, en el momento histórico en el que nos encontramos, Cataluña tendría que ser un pueblo sujeto a dominación colonial, racista o extranjera y es evidente que ninguna de esas condiciones se cumple. Cataluña no es una colonia de España, no está sometida a dominación racista ni está sujeta a una dominación extranjera de ningún otro tipo. Eso es lo que nos enseña la historia de la propia Cataluña y la realidad actual de esa zona de España.

Tampoco es cierto que el Tribunal Internacional de Justicia (de las Naciones Unidas) haya dado algún tipo de soporte jurídico a las pretensiones de los separatistas catalanes con su opinión sobre el asunto de Kosovo. Es verdad que el Tribunal, en su Dictamen (que no es obligatorio) de 22 de julio de 2010, consideró que la declaración de independencia adoptada por las Instituciones Provisionales de Autogobierno de Kosovo, dos años antes, no era contraria al Derecho internacional. Pero también dijo muy claramente que no se le había pedido que se pronunciara sobre si el Derecho internacional confería un título positivo a Kosovo para declarar unilateralmente su independencia o, más aún, que se pronunciara sobre si el Derecho internacional como regla general otorga un título sobre entidades situadas dentro de un Estado para romper con él. Es decir, traducido a un lenguaje que todo el mundo entienda: según el Tribunal de La Haya, el hecho de que la declaración unilateral de independencia realizada por las Instituciones Provisionales de Kosovo no estuviera prohibida por el Derecho internacional no significa que el Derecho internacional reconozca por este motivo a Kosovo el derecho a ser independiente.

La última de las falacias a las que quisiera referirme en este artículo (hay muchas otras) es que lo más democrático sea que el pueblo catalán pueda votar si quiere seguir o no en España. Me refiero, lógicamente, a votar con carácter vinculante, que es lo que implica el derecho «a decidir» (el derecho a opinar, sin carácter vinculante, está ya más que garantizado). No hay nada más contrario a la democracia que el hecho de que una parte de la población pueda decidir sobre el futuro de la población entera con exclusión de la mayoría. Que España pierda una parte importante de su territorio, de su población, de su patrimonio histórico, cultural y emocional, y tantas otras cosas, es algo que afecta profundamente a la comunidad humana que la forma. Privarle por tanto de su capacidad de decidir para dejarlo en manos solo de una parte minoritaria de esa población no solo no es democrático sino que es profundamente antidemocrático. Es la negación de la democracia misma. De hecho, una parte significativa de la propia sociedad catalana ni es partidaria de esa votación ni la considera democrática en absoluto.

Otra cosa bien distinta es ignorar la voluntad del pueblo catalán, como integrante del pueblo español, o asumir que España tenga que ser de una manera concreta, al gusto solo de algunas de sus regiones. Como diría Ortega y Gasset en La España Invertebrada, no se puede confundir el síntoma con la enfermedad. El síntoma es la fiebre; la enfermedad, a mi juicio, es una imponente neumonía. Ciertamente, la esencia de la democracia es el respeto por la ley y, por lo tanto, es esencial que la ley española se haga respetar siempre. Pero sería poco inteligente ignorar que el ascenso del independentismo durante las últimas décadas tiene mucho que ver con la falta de un proyecto ilusionante de España para todos los españoles de cualquier territorio e ideología. Construir ese proyecto, superando el oportunismo y el cortoplacismo de nuestra vida política cotidiana, es el gran desafío.H

* Profesor de Derecho Internacional