Apenas un lustro después de enfrentarse en dos guerras civiles durante la primera mitad del pasado siglo XX, los pueblos de Europa fueron capaces de ponerse de acuerdo para crear el germen de la actual Unión Europea. Tras estas dos grandes guerras llamadas mundiales, pero especialmente europeas, empezó a tomarse conciencia de la necesidad de un acercamiento intraeuropeo, frente a la ola de nacionalismos que se extendía por Europa, con los más negros presagios. Se cumplen ahora nada menos que 66 años de la Declaración de Robert Schuman que puede considerarse el embrión de la actual Unión Europea. Con la propuesta de 9 de mayo de 1950 para la creación de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), que se hizo realidad con el Tratado de París de 18 de abril de 1951, podemos decir que nace una nueva Europa (tras el fin de la Segunda Guerra Mundial) cuyo objetivo era consolidar la paz entre las naciones de Europa (victoriosas y vencidas) y asociarlas en un marco de instituciones compartidas regidas por el principio de igualdad.

Con la posterior firma del Tratado de Roma el 25 de marzo de 1957, Europa se implica en la creación de un mercado común de alcance general, que dio paso a un verdadero proceso de integración entre sus pueblos, más allá de una mera cooperación.

El proceso parecía destinado a convertir Europa en un espacio federal en plazo previsible, en el caso de haberse seguido la hoja de ruta que ya previeron los padres fundadores en 1950. Pero es evidente que un proceso con semejante ambición y alcance requiere esfuerzos de parecida dimensión y, a estas alturas, algunos se han hecho y otros esfuerzos quedan pendientes.

En esta hora, la construcción europea, tal como se concibió desde sus primeros pasos, requiere de un nuevo aliento ante el desgaste que se ha ido produciendo en esta larga marcha. Se trata de impulsos necesarios no solo desde el punto de vista económico y político, sino también moral y cultural. Los enemigos comunes de la Europa de entonces, los nazis, han sido sustituidos por otros tan horrendos que forman la actual amalgama de demonios populistas y trasnochados nacionalismos. Se trata de grupos con intereses teóricos y tendenciosos que juegan con las ilusiones de los ciudadanos y sacan provecho político --por el momento-- de un discurso simple y monolítico, ajeno al tiempo y al espacio. Un discurso que alienta una emoción primaria --y cuasi tribal--, más allá de la solidaridad, que debe primar sobre el egoísmo. Esos nuevos impulsos deben proceder de la movilización y la reflexión colectiva de los ciudadanos de aquellos estados que desean una mayor integración y, al mismo tiempo, están convencidos de que el interés general europeo no se limita a la suma de los intereses nacionales, sino que es más que eso.

En primer lugar, hay que poner en marcha una educación cívica común que desarrolle el sentimiento de la pertenencia a un proyecto compartido. Ello coadyuvará al desarrollo de una iniciativa estratégica de seguridad y defensa de los ciudadanos europeos. Por su parte, los estados deben cumplir, con mayor voluntad y decisión que hasta ahora, sus compromisos en materia de seguridad interior (intercambios policiales, judiciales y de información) y exterior (política de estabilización de los países vecinos en materia económica, cultural, y militar). En este terreno hay que gestionar la migración dado que multitud de hombres, mujeres y niños se dirigen a nosotros en busca de protección contra la brutalidad del denominado Estado Islámico y las bombas de Assad.

En segundo lugar, hay que impulsar el crecimiento invirtiendo en sectores con más futuro, capaces de promover la creación de empleo y de modernizar de forma duradera la economía.

A pesar de agoreros y aguafiestas, el logro de un espacio económico, social y político europeo en el que sea posible el reparto de los beneficios de la integración y se minimicen los perjuicios no es una tarea imposible, como se ha venido demostrando a lo largo de los sesenta y seis años de existencia de la Unión.

En el caso de España, los esfuerzos en favor del proyecto europeísta contribuirían a acortar algunas diferencias que nos separan de la media europea. Nuestra pertenencia a Europa, de la que se cumplen ahora 30 años (1986-2016), nos permite abrigar esperanzas a la luz de los resultados alcanzados hasta la fecha. Un nuevo impulso europeo sería beneficioso para nuestra deficiente infraestructura socioeconómica, tan diversa además según las regiones, y para nuestra congénita debilidad ocupacional. El primer rasgo de nuestra estructura productiva es una tasa de desempleo que duplica o triplica la de otros estados de la UE y merma el crecimiento potencial de nuestra economía, lo que significa infrautilización de nuestros recursos.

A todo ello hay que añadir el bajo nivel cultural de nuestra población que se perpetúa con un sistema educativo muy deficiente en sus tres niveles. En este asunto, extender el Programa Erasmus para alumnos de secundaria sería una buena iniciativa que, además de reducir la endogamia, ampliaría el horizonte cultural de todos los jóvenes europeos, con el fin de fomentar la igualdad de oportunidades y el sentimiento de pertenencia a un proyecto común.

Cátedra Jean Monnet de la UE