En el frente italiano de Locvizza, el 30 de septiembre de 1916, pronto hará 100 años, el soldado y poeta Giuseppe Ungarettiescribió un poema seco, descarnado, sobre un compañero de estudios que se suicidó en París. "Se llamaba Mohammed Sceab --dice Ungaretti-- descendiente de emires nómadas, suicida porque ya no tenía patria. Amó Francia y se cambió de nombre. Fue Marcel, pero no era francés y ya no sabía vivir en la jaima de los suyos donde se escucha la cantilena del Corán degustando un café ni sabía deshacer el canto de su abandono".

Hay una parte del conflicto terrorista que corresponde solucionar a los estados, pero hay otra que solo podemos afrontar los ciudadanos: la convivencia. Francia y Bélgica podrán con sus ejércitos bombardear Siria, pero los hermanos que se suicidan, los pequeños delincuentes que se pasan del lado de una organización terrorista, son hombres y mujeres que viven en Europa. Hijos de inmigrantes que trabajaron duro, se han criado aquí y si sus padres nunca se quejaron por no haber logrado la integración, sino apenas la invisibilidad y un hueco en barrios apartados, ellos no piensan seguir callando.

El otro está ahí, fingimos que no, pero vivimos juntos. Estar suspendido entre una cultura que quedó atrás y otra por delante que no te acoge, como el amigo de Ungaretti, no es una sensación tan desconocida para quien alguna vez se haya desplazado por trabajo o estudios. Si donde viajas tu cultura es considerada valiosa, como la nuestra en Latinoamérica, la nueva gente tendrá ganas de escucharte y la melancolía o la añoranza, si vienen, serán más llevaderas. Pero si por el contrario caes en una tierra en la que tu cultura es vista con desprecio, quizá un país al norte del tuyo, lo que digas o hagas ni interesará ni sumará ni será tenido en cuenta. Entonces el aislamiento se abatirá sobre ti, tu diferencia será un estigma y pocas maneras habrá de salvarlo. Y esto que digo no es buenismo de izquierdas, ni relativismo cultural. Es la pura realidad. Ya en 1916 pasaba.

* Escritora y guionista