Vivo el gran espectáculo de la política española sumergida, paralelamente, en la ficción de la serie Borgen . Una alegre casualidad. Este es el término coloquial con el que se conoce al Palacio de Christiansborg, en Dinamarca, sede de los tres poderes del estado y nombre de una estupenda serie política que está enganchando a electores de muchos países. ¿Su secreto? Relatar los problemas políticos y cotidianos de una primera ministra danesa que trata de ser decente y no traicionar ni sus principios ni los de sus votantes. Políticos tan distintos como Albert Rivera o Manuela Carmena la recomiendan, y a quien escribe esta columna le está dando más pistas del backstage del poder que cualquier documental, tertulia de televisión o editorial de periódico.

Pero empieza a haber momentos en que la ficción danesa parece más real que la realidad española. Una dualidad quijotesca basada en los inusuales giros de guión que está dando nuestra política, llena de situaciones inéditas, y el ejercicio constante de diálogo y pactos que ocurren, tanto en la serie, como en el verdadero pequeño país nórdico, uno de los ejemplos del estado del bienestar con agujeros tan negros como su actual crisis de refugiados. La ficción televisiva se convierte en un salvavidas para salir de la costumbre. Ya que si se ha votado mayoritariamente para que todo cambie, no será para que todo siga igual.

¿Cómo podemos defender la democracia siendo a la vez tan cínicos sobre ella?, se pregunta Adam Price, creador de Borgen .

Tal vez lleve razón, pero no vive en España. Un país donde cualquier atisbo de pacto entre contrarios se ve como un intento ventajista de trampa ya no solo a un rival, sino incluso a alguien de tu propio partido. Así que antes de que lo económico vuelva a engullirlo todo, reflexionemos juntos sobre una cita de Churchill con la que se abría un capítulo de la segunda temporada: "Hay hombres que cambian de partido por el bien de sus principios; otros cambian de principios por el bien de su partido".

* Periodista