La primera referencia que tuve de Alien, el 8º pasajero fue un fotograma publicado en la extinta revista Triunfo. A esa España que gateaba con su nueva Carta Magna llegaban los mentideros de una película que había producido ataques de pánico en los Estados Unidos. La fotografía era una instantánea de la tripulación. Rostros serios en torno a una escalera del carguero espacial Nostromo , semblantes que extendían más allá de su contrato un presagio del terror. Tres años después, Ridley Scott volvería a tocar el cielo con Blade Runner y el famosísimo monólogo de Rutger Hauer en las puertas de Betelgeuse. Pero pocas mezclas de placer y desazón me han cautivado tanto en el cine como esos títulos de créditos que inquietantemente te invitaban a aterrizar en un planeta extraño.

La primera impresión que me produjo la famosa comparecencia de Pablo Iglesias fue reencontrarme con la tripulación del Nostromo : no existía la misma distribución de géneros y faltaba el sucedáneo de Yaphet Kotto, el fornido afroamericano que tuvo los bemoles de enfrentarse infructuosamente al alienígena. Incluso el papel de Ripley que catapultó a Sigourney Weaver no le correspondería a Iglesias, sino a Irene Montero, la tapada de unos buenos guionistas para sobrevivir al festín del depredador. Licencias evocativas aparte, también había entre los sietes futuribles Ministros un comandante de aeronave, antiguo Jefe del Estado Mayor, juramentados todos ellos en dar un vuelco al lema que ribeteó los escalofríos de aquella película: "En el espacio nadie puede oír sus gritos".

Iglesias eligió una comparecencia muy americana. Faltó al septeto presentarse ataviados con unos monos violáceos y la escarapela de su anagrama, que a la postre se redondea como el distintivo de la NASA. Siete ensoberbecidos astronautas que tuvieron la frivolidad de dejarle al secretario general del PSOE una cara de tonto. El ful del reparto de carteras ministeriales empujaba a Pedro Sánchez a introducirse en los conductos de ventilación para atrapar al monstruo; después de todo, una versión más moderna del abrazo del oso.

Puede ser vistoso este zarandeo mediático, que gusta como los correcalles a los espectadores, que no así a los entrenadores de fútbol. Pero se corre el riesgo de que caiga esa pátina y se vea frivolidad donde antes había audacia. O unos ánimos de aniquilación política, añorando la monocorde eficacia de los aplausos del Politburó, en lugar de una verdadera apuesta por un proceso de cohesión y construcción nacional. Pedro Sánchez ha cometido un error fatídico al recoger, minutos después de entrevistarse con el Rey, esa sonrisa del destino. Apenas le queda combustible para evitar la añoranza del sentido de Estado de Rubalcaba. Y a Don Tancredo se le carcome su aquietamiento, alistado igualmente a los egos y a las tretas electorales. Este país siempre ha tenido la capacidad de retroalimentarse cabalgando sobre las olas de su autodestrucción. Estamos acostumbrados a los aspavientos, pero no tanto a la flema que precisa una situación inédita. Pero la flema no es el farol, sino la preceptiva necesidad de entendimiento.

Los tripulantes del Nostromo han jugado muy fuerte, dando prelación a la conformación de los cargos en lugar de fomentar la disipación de las cargas. Siete eran los ungidos para ese Gobierno de coalición. Que se cuiden del octavo pasajero.

* Abogado