Más y más muros se alzan "en una Europa cuya razón de ser era precisamente derribar barreras", escribíamos cuando se levantaban las vallas en Serbia y Croacia, después de las de Hungria, y antes de las que se proyectaran en Bulgaria y Austria. Tres meses después, la UE sigue mostrándose incapaz de afrontar la crisis de los refugiados o, mejor dicho, lo hace de la peor forma. Ayer, los 28 ministros del Interior se reunían en Amsterdam para tratar de salvar el espacio de libre circulación europeo (conocido como acuerdo de Schengen). Todo un eufemismo, porque precisamente una de las opciones es la ampliación de los controles fronterizos hasta dos años. Dentro del cúmulo de despropósitos, los ministros amenazan a Grecia con expulsarla de Shengen por considerar que no hace lo suficiente por evitar la llegada de refugiados a través de Lesbos. La isla griega está a 10 kilómetros de la costa turca y por ahí lograron llegar el pasado año unas 880.000 personas. Como replicaba un ministro griego, una cosa es proteger las fronteras y otra que las patrulleras disparen contra las embarcaciones atestadas de refugiados. Y mientras Europa sigue con sus debates, ni siquiera es capaz de cumplir con los mínimos compromisos a los que llegó el año pasado, con su plan estrella para acoger y repartir a 160.000 refugiados entre buena parte de los países. De ellos, 19.219 tenían que venir a España. El resultado es desolador. A estas alturas, se han ubicado algo más de 300 personas en todo el continente, 18 en España. De nada ha servido la constitución de la red solidaria de ciudades europeas. Sin información y sin competencias, las ciudades tienen las manos atadas y poco pueden hacer para evitar, aunque sea parcialmente, el naufragio y la vergüenza de Europa.