Hace 39 años, la noche era una bruma apelmazada en las esquinas de cuarzo de la calle Atocha. Había presagios turbios sobre el aire, una densa calima en el humo de las calefacciones, con un vapor rumiante ante los pasos que subían a Antón Martín, viniendo quizá del bar Cantábrico tras comprar unos bocadillos de jamón, mientras se decidía si la reunión sería en el número 49 o en el 55. Los nombres y los rostros eran adustos y muy jóvenes, como si la gravedad de la época hubiera dejado un rasgo apenas perceptible en la alegría posible, pero mucho más profundo que la lluvia calando los abrigos oscuros, cuando la ceniza de los cigarrillos se amontonaba sin que nadie vaciara el fragor de las conversaciones, entre los expedientes de los obreros y las asociaciones vecinales que acudían a Atocha 55 a sentirse escuchados, y también protegidos, porque sabían que allí estaban las grietas que el derecho abría a la dictadura.

Los abogados laboralistas de Madrid, en diciembre de 1977, eran muchos más que los que sufrieron el terrible atentado de Atocha. El primer despacho colectivo se había abierto 11 años antes, muy cerca, en la calle de La Cruz. En los siguientes, que fueron descubriendo que el sistema franquista era tan arbitrario que había olvidado el propio derecho como instrumento de argumentación, hubo una mujer --no una, sino muchas más-- que estuvo presente en todos: María Luisa Suárez Roldán, que con Pepita Belloch, Cristina Almeida o Manuela Carmena fueron de las pioneras, las que empezaron a desbrozar la espesura legislativa del régimen. El derecho laboral, el derecho a secas, estaba ahí, posible, como una argumentación ensombrecida por la opacidad del abuso legal, mientras una especie de idealismo empírico iba ganando inmediatez, osadía y determinación, y aquellas jóvenes abogadas descubrían que la dictadura podía empezar a vencerse en los tribunales de justicia; aunque fueran injustos, aunque estuvieran deslegitimados por cohabitar y deberse a un poder político opresor, ahí estaba el derecho, desempolvado de los manuales de las facultades, convertido en la mejor retórica marxista de la lucha de clases, para convertir a los trabajadores en unos nuevos sujetos de derecho, con la conciencia a cuestas de su nueva justicia descubierta.

Pero eran muchos más, incluidos los que estaban esa noche en el despacho de Atocha 55. Tenía las puertas abiertas, había gente que entraba y que salía, oleadas enteras de trabajadores que inundaban el vestíbulo y obligaban a los abogados a hablarles desde el balcón abierto --ese balcón abierto, tan lorquiano--, porque no se cabía entre las mesas, los expedientes y los cuerpos de los obreros que subían hasta el despacho para cruzar el umbral. Pero esa noche, cuando las decenas de trabajadores que se habían reunido allí por la huelga del transporte se fueron yendo, otros tres hombres que seguramente habían entrado antes, confundidos entre la multitud de semblantes más o menos familiares, habían permanecido agazapados en la planta de arriba. Tras comprobar que los abogados se habían quedado solos, bajaron y llamaron a la puerta. Entonces acabó todo y empezó Atocha, como mito y simiente de nuestra convivencia.

Luis Javier Benavides, Francisco Javier Sauquillo, Enrique Valdelvira, Serafín Holgado y Angel Rodríguez Leal murieron bajo las ráfagas de disparos. Cuando los asesinos los dieron por muertos y se fueron, comenzaron a moverse Dolores González Ruiz, aún sobre el cuerpo de su esposo, Francisco Javier Sauquillo, Miguel Sarabia, Luis Ramos y Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell. Estaban muy heridos, pero vivos.

El estudiante Arturo Ruiz había sido tiroteado por unos Guerrilleros de Cristo Rey y Mari Luz Nájera había caído abatida por la policía el mismo 24. El secuestro de Villaescusa parecía reclamar una reacción: los pistoleros llegaron a Atocha preguntando por el sindicalista Joaquín Navarro, y dispararon. Podían haber sido otros: Manuela Carmena estaba en el 49. Allí seguían reunidos cuando comenzaron a oírse las sirenas.

Esta mañana, a las diez, como cada año, se les homenajea en Antón Martín, bajo la escultura El abrazo , de Juan Genovés. Ellos --no solo ellos: todos los abogados laboralistas, de los barrios-- abrazaron la libertad, el sueño de creer que era posible otra respiración. Recordémoslos plenos de entusiasmo, con esa maravillosa energía que nos devuelve el rostro de nuestro mejor futuro. Al pensar en ellos, la celebración es la vida.

* Escritor