Los primeros movimientos de los partidos tras el enrevesado mapa político surgido del 20-D pueden causar cierto asombro e incluso vértigo en parte de la sociedad española, no acostumbrada a un juego de alianzas tan complejo como el que hay que construir tras décadas de blanco o negro. Como correspondía, el primer interlocutor al que ha llamado Mariano Rajoy, líder del partido más votado, ha sido Pedro Sánchez, jefe de filas de un PSOE en el que confluyen todas las miradas porque tiene la carta decisiva: permitir que haya un Gobierno del PP o intentar encabezar una difícil pero no imposible alternativa de izquierdas.

En una sólida declaración, antídoto temprano para las presiones que están por llegar, tras salir de la Moncloa, Sánchez dejó meridianamente claro que el PSOE no facilitará la investidura de Rajoy ni de ningún otro dirigente del PP y que, llegado el caso, explorará un pacto de izquierdas con Podemos, pero sin aceptar la celebración del referéndum catalán comprometido por Pablo Iglesias. Está en su derecho de intentarlo, como lo será modular su postura para facilitar tal pacto.

Sea quien sea el próximo presidente del Gobierno, y tenga el color que tenga el nuevo Gobierno, esta legislatura está llamada a tener carácter constituyente, si el objetivo común es reconstituir el Estado y regenerar la democracia. Pero antes nos aguardan probablemente semanas, tal vez meses, de negociaciones para forjar una mayoría estable.