Dicen que está a punto de caramelo la invención de ordenadores capaces de aprender y enseñar. Una noticia prefigurada de las que se producen, desde hace un siglo, con harta frecuencia, y que, en principio, nos hacen sentirnos miméticamente orgullosos, tal si hubiésemos aportado nuestro grano de arena al edificio del progreso. Ahora bien, si ahondamos la reflexión de nuestro inicial entusiasmo, surge la ambivalencia, porque siempre un adelanto tecnológico de envergadura ha venido acompañado de su lado oscuro. Los ejemplos son cuantiosos. Descubierta la pólvora para los fuegos de artificio la secuela fue el agravamiento mortífero de las guerras. Lo mismo, con la electricidad: a nuestros recientes antepasados un mundo lleno de luces, sin velas ni candiles, con noches inundadas de claridad, los maravillaba, pero, a renglón seguido, la electricidad sirvió para entronizar la silla eléctrica. Y de forma parecida sucedió con la energía atómica --Hirosima, mon amour -- y con internet, que ha puesto a nuestro alcance bibliotecas fabulosas y, al mismo compás, el auge de la pornografía infantil. Qué decir de la TV, gran vehículo pedagógico que suele emplear las horas punta para la telebasura, mientras relega a las madrugadas una deficiente oferta cultural, como si la cultura fuese cosa de noctámbulos. Atendiendo a esa lógica dual, los ordenadores capaces de aprender pueden enseñarnos a transportar ahorros a las Islas del Caimán; a evadir impuestos con el rigor de esos ases financieros a quienes el IRPF suele salirles "a devolver"; a que remedemos al embajador establecido en Oriente que obtenía, desde su cargo, indecentes comisiones inmensas... y, en resumidas cuentas, a planificar corrupciones, pelotazos y ladronerías. Entonces, quizás, lo bueno sería que, en vez de descubrir ordenadores capaces de aprender, lográsemos ordenadores capaces de olvidar.

* Escritor