Quizás no haya sido una acción espontánea y tal vez esté todo más cerca de una puntual emulación, con fines propagandísticos, que de un hecho social real, donde toma un alto protagonismo la connotación de su trama simbólica, pero lo cierto es que se dan pocos actos de este nivel que puedan trasladarnos a vivencias similares de una ciudad de hace décadas. Vivencias que parecen ya irrecuperables, a la vista de lo ocurrido recientemente cuando la Policía Local procedía al desalojo de un grupo de mujeres sentadas en corro en una calle peatonal, que se encontraban tejiendo mantas para enviarlas a Siria, por ocupación ilegal de la vía pública.

La calle, en su más hondo sentido antropológico, es el espacio público social y cultural por excelencia, de donde emanan las relaciones y actos generados por el uso social de los lugares. Unos lugares que surgen como exteriorización del espacio privado que son las viviendas. En el escenario de la urdimbre urbanística, observamos tradicionales plazas públicas que parecen patios y patios particulares y de vecinos que parecen plazas y calle, siendo estos últimos la interiorización del espacio público. Sin embargo, ahora nos encontramos en la encrucijada de la institucionalización de la misma, donde el pasar por la taquilla administrativa para hacer cualquier actividad social, que no sea saludar a un viandante que te cruces, es requisito indispensable para no recalar en una actividad molesta o ilícita por ocupación indebida de ella. Prefiero no pensar en que la norma acabe cualquier día con la humanización de los lugares y los espacios públicos, esencia de lo que es la vía pública, donde las personas, en todo su paradigma antropocéntrico, crean relaciones de sociabilidad y ejecutan acciones naturales que conforman la creación cultural y su propia identidad como pueblo. No deja de ser curioso cómo por la calle peatonal en cuestión, de donde fueron desalojadas las personas que estaban sentadas tejiendo, en ocasiones, es casi imposible transitar debido a la ocupación real y completa de la vía por los veladores que proliferan por doquier, evidenciando así la permisibilidad institucional sujeta más a razones mercantiles y políticas que a la actividad social propiamente dicha.

Recuerdo con añoranza como los vecinos ocupaban la vía pública en los tiempos de mis andanzas infantiles, enjugadas de multitud de juegos callejeros en grupos de amigos, sin que la autoridad, en una época donde esta hacía gala de su despotismo preconstitucional, desalojara a nadie de la misma. Por tanto, contrasta bastante la noticia de la calle María Cristina con el evocador retrato de la plaza de San Juan de Letrán donde un grupo de vecinas, cuya foto como testigo circula por la red, salían por las tardes, en la década de los años 70, a hacer sus corchas y otros tejidos de croché sin que su actividad enturbiase la vida de nadie. Es verdad que eran otros tiempos, pero, paradójicamente, ni el alto flujo de autobuses y vehículos que rodaban por medio del lugar, estacionando en todos sus rincones, mermaba estas relaciones que se daban en el espacio social que es la calle. Vivencias que compartían en el espacio colectivo de la ciudad haciéndolo un lugar vivido y sentido donde, tras devanar sus madejas de hilo sentadas en la acera o en la calzada no peatonalizada, ayudándose por nosotros los niños para formar sus ovillos, tejían su esperanza en un mañana que hoy vemos reducido, como dijo hace dos milenios el satírico Juvenal, a pan y circo.

* Licenciado en Antropología