Debajo del ruido ensordecedor que nos aplasta, del estruendo de las ciudades en sus calles, en sus plazas, en sus maleducados vecinos, en sus vociferantes botellones juveniles y en sus peroles masivos, en sus autobuses que frenan, en sus bares arrastrando las sillas, en sus emisoras de radio parloteantes, en las taladradoras de sus aceras en obra permanente, en sus televisores de jornada continua, en los cascos que llevamos cuando salimos a pasear, en los pitidos de móviles de la primera a la enésima generación, en sus frigoríficos y ordenadores zumbantes, en sus vecinos que hablan por teléfono a gritos estén en el tren o en el hospital, debajo de la vida sonora que bulle, aplastada por el movimiento incesante, la soledad se agazapa con frecuencia en la existencia de la mitad de la población, y se ha mudado con todos sus enseres a la vida de uno de cada diez ciudadanos. La soledad no querida, se entiende. No la del ermitaño que huye o la del que elige el aislamiento social. Es esa otra soledad que hace sufrir e incomunica, que genera tristeza y deprime, que convierte los años en pasos ciegos hacia ninguna parte. Un estudio de las fundaciones Axa y ONCE acaba de ofrecer datos del mundo oculto de ese 8% de personas que viven solas no por deseo, sino por obligación, probablemente las más mayores, o de las que aunque viven acompañadas sufren la soledad, de forma destacada las mujeres solteras y desempleadas. Las redes sociales son hoy el refugio y reflejo de la soledad, pero no su solución. Y todo indica que el fenómeno irá a más, como lógico castigo de un progreso en gran medida deshumanizado.