De repente, la diplomacia internacional se ha puesto en marcha para poner fin a la guerra de Siria. La llegada masiva de refugiados a Europa, creando una crisis humanitaria de grandes dimensiones, puede parecer el detonante de tanta actividad, pero la realidad es más prosaica. El programa impulsado por Estados Unidos para entrenar a combatientes sirios e iraquís contra el Estado Islámico (EI) no da el resultado esperado, lo mismo que los ataques aéreos. Mientras, Rusia ha reforzado su posición en aquel país facilitando a Bashar el Asad no solo armas. Ahora el Kremlin ha enviado aviones y reforma las instalaciones de su base naval en Tartus, la única que tiene en el Mediterráneo. Y es más, Rusia acaba de firmar un acuerdo en materia de seguridad con la propia Siria, Irak e Irán para combatir a EI. Desde esta nueva posición, Vladimir Putin se ha presentado ante la ONU, pero sobre todo ante Barack Obama, como el agente imprescindible en el tablero internacional. El presidente ruso propone una coalición y el estadounidense se muestra dispuesto a trabajar con Rusia. Sin embargo, hay una clara línea divisoria. Putin quiere reforzar a El Asad y fortalecer su gobierno. La Casa Blanca considera necesaria una transición con un nuevo líder y un gobierno inclusivo. Una solución con el tirano de Damasco no es solución. Baste recordar que los miles de refugiados que llegan a nuestra fronteras huyen tanto de la barbarie del EI como de los esbirros de El Asad.