Hasta hace poco yo creía que no se podía vivir sin comer, sin beber, sin respirar, etcétera. Y recordaba años de la posguerra, cuando la supervivencia dependía, si acaso, para toda una familia, de un huevito nadando en aceite que daba para muchas sopas, pero resulta que este verano he descubierto algo impensable: ¡pues, nada, que para niños y jóvenes las dichosas megas para móviles y otros artilugios tecnológicos son lo básico e imprescindible de cara a vivir en paz y sana armonía! Y es que, ¿cómo se puede vivir sin que funcione, por ejemplo, el whatsapp y quedarnos sin saber qué come, qué piensa, si está sentado o de pie el otro? ¡Menudo problema! Y no digamos si nos quedamos sin megas y la tableta no funciona. Es que si nos faltan megas, nos sobran brazos, pies, cabeza y yo creo que hasta aire. Así me era fácil descubrir al amanecer pandillas de adolescentes y jóvenes que, en silencio y móviles en mano, trataban de "robar" wifis de cafeterías y restaurantes cerrados. Me decía una amiga: mi hijo está insoportable. Se le han terminado las megas y el padre no está por la labor de comprar bonos. Solo cabe progresar --dice Ortega-- cuando se piensa en grande, cuando se mira lejos. Y, claro, es la reflexión que yo me hago: ¿se puede llamar progreso a cualquier novedoso invento que nos anula la capacidad de pensar y nos hace mirar tan cerca que nos comemos, literalmente, los ingenios que tenemos entre las manos? Y el problema no está en el invento sino en esa patología, que lo es, de acostarse y levantarse con el gran problema de las megas. Lágrimas, malos modos, aburrimiento total, etcétera, cuando las megas dicen se acabó lo que se daba. Yo creo que en el padrenuestro habría que suprimir el pan nuestro y pedir las megas de cada día. Cada cosa a su tiempo para progresar adecuadamente y no atascarnos en un absurdo laberinto tecnológico.

* Maestra y escritora