Pase lo que pase en la final, Gasol es un incendio verbal de los temperamentos. El fuego de palabras se levanta igual que un torreón de arterias y tendones, de gritos y silencio celular, de expresiones airadas sobre la arena ardiente del parqué. Porque en la semifinal entre la selección de España y la de Francia, cuando íbamos abajo, no cogíamos ni un solo rebote defensivo y miles de franceses lograban levantar los brazos y el acierto de sus jugadores, parecía que el partido no se podía ganar. Porque sí, porque estas cosas suelen ser así. Porque ante un final apretado, contra el equipo local, con 26.000 franceses gritando a voces llenas de descomposición ambiental, con ese marcador tan ajustado, llegan las decisiones arbitrales, que se decantan por el anfitrión. Y que entres a canasta y te den cuatro hachazos --como le sucedió a Gasol no pocas veces, y a nuestro Felipe Reyes-- y que los árbitros no piten, mientras que en el campo contrario baste con mirar a Tony Parker o respirarle demasiado cerca para que te señalen personal y dos tiros libres. Este era el futuro dibujado para este partidazo; pero ha sido Pau Gasol, nuestro héroe homérico, el hombre que ha esculpido nuestra propia canción de gesta ante el asombro de los dioses. Cuando todo se daba por perdido, este hombre español y catalán se echó su país a la espalda para arañar la luz crepuscular de la mejor generación de nuestro baloncesto. Nunca ha habido ni habrá otro como él, con ese corazón capaz de disputar las mieles a la historia y derrumbar sus muros musculares. Ese abrazo final debería ser el mapa del territorio.

* Escritor