La educación cobra máxima actualidad estos días con la vuelta a los colegios, llenando de vida las aulas y de energía y entusiasmo los centros educativos. Más allá de los informes PISA, de los rankings de la OCDE, de los costes para las familias, de las ratios y de las reformas legales que nunca terminan, entre la discordia de los representantes y para sonrojo de estos; se impone una reflexión sobre la necesidad de la educación como herramienta para articular un adecuado desarrollo personal y una convivencia armónica. Nos afanamos en impartir materias curriculares y académicas cada vez más especializadas, lo cual, por sí solo, es la garantía de un fracaso personal y existencial a largo plazo. A la vista está el incremento de patologías depresivas, de rupturas y desgarros personales, de maltratos familiares, de picaresca económica, de enfrentamientos cívicos o de discriminación social. Tenemos más técnica y más colegios que nunca, pero somos menos felices. La voz profética y comprometida de Martin Luther King lo denunciaba con estas palabras: hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos. Y es que a convivir también se aprende. Nos equivocamos cuando medimos la inteligencia resolviendo solamente problemas matemáticos y analizando expresiones y estructuras lingüísticas. También hay que ser inteligente para no perder el norte en la vida, para relacionarse adecuadamente con los demás, para conocerse y motivarse a sí mismo. Ya desarrolló el psicólogo estadounidense Howard Gardner la teoría de las inteligencias múltiples, destacando de las ocho reconocidas, la llamada inteligencia interpersonal e intrapersonal que debe ser desarrollada y potenciada. Enseñar a convivir significa, al menos, cuatro tareas. La primera, enseñar a pensar, a conocer el foco de los problemas, atisbar soluciones alternativas, prever consecuencias, ponernos en lugar del otro y planificar nuestros objetivos. La segunda tarea, además de lo cognitivo, es desarrollar un juicio moral práctico: aprender a ser justos, a respetar a los demás, a poner valores en nuestra conducta. La tercera es desarrollar habilidades sociales básicas, desde saber escuchar a los otros --para comprender, no para responder--, aprender a disculparse, a elogiar, a dar las gracias o a negociar eficazmente. Y la última tiene que ver con el conocimiento y control de nuestras emociones, para no ser presos de la ira o del miedo, para no vivir como analfabetos emocionales. Erich Fromm en su obra El miedo a la libertad nos insiste en que el deseo más profundo de los seres humanos es relacionarse, sentirse importantes en la vida de alguien, queridos y respetados. Hagámoslo posible. No vivamos a golpe de diván, entre la evasión y la frustración, entre la ansiedad constante y la depresión permanente, desde el conflicto con nosotros y con los demás. No arreglaremos nuestras diferencias con un abogado de cabecera para someter a nuestro adversario, sino aprendiendo a convivir desde pequeños. Y no olvides que, como dice el proverbio africano, para educar hace falta la tribu entera.

* Abogado