Opinión
Pintadas
La noche es la morada de los solitarios, de las voces que esperan sin demasiada prisa por regresar a casa, mientras el mundo brilla y se disuelve a través del hielo de las conversaciones. Algo de clandestino guarda la oscuridad latente en los jardines, con los bancos vacíos y esa sensación de impunidad en las calles intactas, con las avenidas convertidas en su espejo velado sin la figuración de cuerpos y vehículos, como si hubiera un plan de ordenación urbana del silencio y fuéramos sus líneas invisibles.
Siempre ha habido pintadas. En Córdoba y en todas las ciudades del mundo. En Pompeya persisten las pintadas, que pueden contemplarse. En La Habana se conservan pintadas anteriores a la Revolución. Pueden ser una frase, pueden ser un insulto o el súbito esplendor de un arte efímero. Su carácter histórico ha sido la protesta en regímenes totalitarios, cuando las libertades entraban en conflicto con el pensamiento único del régimen. Así, en sociedades sin prensa o con un control acérrimo de las redes sociales en estados totalitarios, la pintada se eleva todavía, y se ha elevado siempre, como manifestación pura del derecho a expresar el pensamiento individualizado, una opinión, una arenga o un credo, sacándola a la calle para gritarla así a la vista de todos.
Es la realidad en muchos países, que nos suenan lejanos pero que están ahí, al otro lado de los refugiados de la guerra y del hambre. En España, hoy, difícilmente puede seguir significando todo eso, porque tenemos, a través de las redes y otros medios, formas infinitas de manifestarnos. Por eso cuando se agrede un bien público o privado con una pintada, y no digamos ya una escultura, no estamos en el margen de la pintada clásica, de la protesta que usa el muro o la fachada porque no hay otro sitio en que expresarse, sino en el más cobarde vandalismo. Y de eso estamos hablando, sencillamente, de cobardía y vandalismo, cuando nos referimos a las pintadas sobre la figura del sacerdote Antonio Gómez Aguilar, obra del escultor José Manuel Belmonte, en la esquina del Paseo de la Victoria y la calle Lope de Hoces, que amaneció con un extraño pintarrajo sobre el busto y una cruz invertida, además de una estrella de siete puntas sobre la peana, todo en espray rojo. Cobardía, vandalismo y la más descarnada estupidez cíclica. Porque esta gente, encima, es reincidente: ya el 10 de abril apareció, en la misma estatua, una idéntica cruz invertida, con las manos pintadas de rojo y una frase digna de estos cerebelos: "Ayudar, pero no adoctrinar". Qué gran lema, qué poema social. De un plumazo han resuelto toda la polémica del laicismo en España. Ya. Y qué hacemos con eso. Cuánta brillantez oculta por los aires de la nocturnidad pictórica.
Más allá del relato de la vida del párroco, tenemos que entender que hay algo nauseabundo, y también digno de lástima, en estos ataques a los bienes públicos. Una especie de miseria personal, vital, en la manera de mirar el mundo e intentar comprenderlo. Independientemente de las creencias de cada cual, existe el bien común, que entre todos pagamos, que a todos beneficia, como colectividad, en su conservación.
Todo lo que no sea un respeto escrupuloso al patrimonio cultural y a la propiedad pública y privada --y a la libertad religiosa, en este caso-- está fuera de cualquier debate. Entiendo la tristeza de José Manuel Belmonte, el escultor de sombras y de luces dentro del alma humana, pero casi me dan más pena los autores: sus vidas, sus proezas, ese regreso a casa tras lograr la hazaña de dañar una estatua indefensa. En Córdoba venimos sufriendo demasiado tiempo a todos estos brutos sin cabeza. Ojalá haya medidas, pero hay un ámbito del comportamiento que no depende de la vigilancia ni de la represión policial, porque se basa, igual que tantas cosas, en nuestra educación.
Hace falta más pedagogía, y también recordar que la propiedad pública es eso, pública, y que no hay mayor tonto que quien destroza su propio mobiliario, que es también ajeno en la calle del mundo. En España, a diferencia del norte de Europa, esa convicción de cuidar lo de todos aún no ha permeado en demasiados cráneos de granito. Cuando se atenta contra el patrimonio, en cualquier parte, las motivaciones son las mismas: no el discurso, sino el deseo de destrucción de esas manos mediocres, con tanta frustración acumulada. La noche, como vemos, también es el refugio de los incapaces.
* Escritor
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