Opinión
MIGUEL Aguilar
El fin de la pasion
Yo lo pasaba feliz con mi esposa...
Me casé muy joven con una mujer de dinero y buena familia; algo mayor que yo, con su ayuda logré abandonar por la puerta grande la casa de mis padres. No me importó ser yo quien desde el primer día se ocupara de todas las labores del hogar; al fin y al cabo, estaba acostumbrado a ello y además me quemaba la sangre gastar en alguien que me echara una mano. Yo lavaba, yo planchaba, yo cocinaba y yo hacía la limpieza. Y también yo atendía a los niños, salía de compras y sacaba el perro a hacer sus necesidades. Nadie tenía queja alguna. A mis hijos les iba estupendamente y me traían muy buenas calificaciones; hasta me daba tiempo de hacer un alto para tomar un cafelito después de almorzar y sentarme a ver la telenovela todas las tardes. Año tras año he sido amante, acompañante, consejero, director, administrador, chico de los recados, maestro, enfermero, cocinero, nutricionista, decorador, limpiador, chofer, pediatra, puericultor, trabajador social, psicólogo y payaso. Y todo eso sin perder la motivación un solo instante y procurando mantener mi compromiso y mi responsabilidad al máximo. A la vez, he demostrado iniciativa propia y me he mostrado en todo momento como un hombre sano, creativo y extrovertido, siempre dispuesto a ayudar y alentar a mis hijos y en especial a mi mujer. Y para eso he tenido que echar mano de toda la inteligencia, imaginación, sensibilidad, calor, amor y comprensión imaginables durante las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año, incluidos los fines de semana y las vacaciones de una vida entera.
Todo pasaba perfecto. Hasta que un día a mi esposa se le ocurrió tener un amante y además cometió el lamentable error de contarme su aventura con todo lujo de detalles. En ese preciso instante se desmoronó mi mundo, ese que yo consideraba casi perfecto a pesar de que mi vida no había pasado ni mucho menos libre de sufrimiento y sacrificio. Aun así, lo único que fui capaz de decirle fue que sentía como un hueco enorme dentro de mí, que no tenía deseos de vivir en absoluto y solo alcancé a exclamar sin convicción que de qué me había servido darle mi vida a ella, tan de buena gana, para que luego viniera a pagarme de esa forma tan ingrata, con una traición de tal calibre.
Incomprensiblemente, en lugar de devolver mi rabia y mi ira contra ella, sentí que no quería seguir vivo y que el suicidio era la mejor solución para mi pena, aunque no me vi con el suficiente valor para hacerlo. La depresión se fue apoderando de mí, hasta el extremo de no tener fuerzas ni para bañarme; ya no comía, ni atendía a los niños. Un muerto en vida.
Pasado un tiempo, cuando ya pensaba que las cosas no podían ir sino a mejor, entonces mi mujer apareció una tarde en casa para anunciarme que me dejaba por un chico más joven con quien deseaba empezar una nueva vida. Después de aquello me tiré semanas, meses, sin salir de casa, encerrado en mí mismo, avergonzado, atenazado por un insoportable complejo de culpa. Pensé en la carrera que no terminé, en los viajes que soñé hacer, en las mujeres que pasaron rozando mi vida pero que dejé escapar. Un dolor profundo me inundaba el pecho y sentí asfixiarme hasta la muerte.
Unas líneas antes del punto final la imaginación me llevó a la calle y luego mis pies siguieron a mi imaginación, y caminando entre desconocidos comprendí que la gente vive su vida yendo directamente a por ella. ¿Cómo me pudo haber pasado esto a mí?
* Profesor
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