El conocimiento no es poder. Pero tarde o temprano acaba influyendo en la forma como afrontamos los grandes problemas sociales. Enfrentado al acuciante problema de la Gran Depresión y el elevado desempleo que la crisis financiera de 1929 provocó en los años 30, el gran economista inglés John Maynard Keynes dejó escrito que son las ideas más que los intereses económicos las que gobiernan el mundo.

Cuando en 1936 escribió ese párrafo que cierra su obra magna, la Teoría general del empleo, el interés y el dinero , Keynes era consciente de que ponía en marcha una revolución del pensamiento económico. Fue la revolución keynesiana. Su principal aportación fue ofrecer a los gobiernos instrumentos de política económica para enfrentarse a las recesiones económicas y a las situaciones de elevado desempleo involuntario.

Sin embargo, como el propio Keynes señala, las nuevas ideas necesitan tiempo para influir en las políticas. En muchos casos hay que esperar a que llegue al poder una nueva generación más proclive que las anteriores a las nuevas ideas. De la misma forma que ocurrió en los años 30 con la revolución keynesiana sobre el paro, hoy está teniendo lugar otra revolución en la forma de pensar el principal problema de nuestro tiempo: la desigualdad.

La desigualdad no ha preocupado demasiado a los economistas. En los manuales al uso en las facultades no son habituales las referencias a ella. La creencia habitual es que el mejor tratamiento contra la desigualdad y la pobreza es el crecimiento económico.

Dentro de este enfoque era opinión ampliamente aceptada que las políticas redistributivas de la renta, más que mejorar la situación de los pobres podían empeorarla, porque se consideraba que perjudicaban el crecimiento a largo plazo. Era el famoso trade-off entre equidad y eficiencia: si se quiere mejorar la equidad con medidas redistributivas, entonces hay que renunciar a una parte de la eficiencia (crecimiento). Esta percepción ha cambiado, y ahora la visión es la contraria: la reducción de la desigualdad favorece un crecimiento económico duradero. Sin exagerar, se puede decir que asistimos a una verdadera revolución intelectual.

¿Qué es lo que ha provocado este cambio tan radical? La aparición de un nuevo conocimiento. Desde que en los años 80 la desigualdad comenzó a crecer, ha aparecido una enorme investigación que pone de relieve que la desigualdad y la pobreza dañan el crecimiento. La razón es que crean ineficiencias en el uso de los factores productivos y en la productividad total de los factores. Desincentivan a las personas pobres a esforzarse y gastar más en educación, lo que disminuye el capital humano de la economía. Y reduce también la capacidad para aprovechar productivamente el capital físico existente (máquinas, infraestructuras...).

La producción intelectual que ha dado lugar a esta revolución es amplísima. La nueva investigación empírica surgida desde el FMI y la OCDE, entre otros, ha sido muy importante. Pero es de justicia señalar dos autores que marcan un antes y un después. Por un lado, el joven economista francés Thomas Piketty con su celebrado y exitoso libro El capital . Por otro, Anthony Atkinson, pionero en los estudios de desigualdad y que acaba de publicar un libro esencial (Inequality. What can be done ) en el que rechaza el fatalismo de la desigualdad inevitable y ofrece propuestas de gran interés para reducirla.

A la vista de este nuevo conocimiento, el hecho de que España lidere el ranking europeo de la desigualdad es una muy mala noticia. La desigualdad solo puede llevar a un crecimiento volátil. Es el riesgo que tenemos con la recuperación que estamos viendo. En sí misma es buena, pero en la medida que no se reduzca la desigualdad puede ser efímera.

Este nuevo conocimiento sobre las relaciones entre desigualdad y crecimiento es una verdadera revolución. Pero posiblemente tardará en influir en las políticas. Como señaló Keynes, necesita que una nueva generación llegue al poder. Pero no deberíamos desaprovechar las próximas elecciones para hablar de cómo reducir la desigualdad. Naturalmente, no toda política orientada a reducir la desigualdad es buena. La buena intención no basta para mejorar las cosas. Para que sean eficaces, las políticas necesitan estar bien pensadas. Pero al menos ahora ya tenemos un nuevo conocimiento que nos permite decir que la desigualdad daña el crecimiento. Y que toda política o reforma que aumente la desigualdad es mala. Ahora bien, hay que recordar que la desigualdad no solo debilita el crecimiento. También mina los fundamentos sociales de la economía de mercado y de la democracia, los dos pilares de la civilización occidental. Pero de esto hablaremos en otra ocasión.

* Catedrático de Política Económica