En uno de esos inmensos y, sin embargo, funcionales edificios heredados del régimen anterior y cuyas hechuras hacen pensar en la permanente vigencia de la buida frase dorsiana de "todo lo que no es tradición, es plagio", en uno de los veranos más urentes conocidos en fechas recientes en una ciudad esplendorosa del Mediodía peninsular, una administrativa cumple cuotidianamente de manera en verdad prodigiosa su amplio horario laboral. En un estrecho recinto sin demasiada ventilación y muy precarizadas comodidades, despliega incesable y sonrientemente un esfuerzo que solo admite la calificación de titánico. Entre continuas llamadas telefónicas vinculadas a su labor atiende, paciente y eficazmente, a las mil y una cuestiones que, de forma ininterrumpida, le plantean unos enfermos pertenecientes en su gran mayoría a la tercera edad. Bien que la rutina entre en ella y reclame su debida porción, resulta, ciertamente, prodigioso el desempeño de la importante función encomendada a la señora protagonista de las presentes líneas. Ni los mejores directores de las películas italianas de carretera y manta que hicieron las delicias de las mujeres y hombres de la generación del cronista, pudieron imaginar una escena como la representada a diario en este mastodóntico hospital de una urbe meridional, en otro tiempo de status imperial y siempre dueña de una inefable belleza. De edad ya algo madura, es fácil suponer el agotamiento que se apoderará de su recio cuerpo al término de jornadas casi stajanovistas.

Pero merced a los incontables servicios prestados por su competencia profesional y simpática y atrayente actitud, "su" centro quizá figure en cabeza de esos rankings a los que tan aficionadas son las administraciones rectoras de las diversas autonomías que diseñan hoy el mapa jurídico y burocrático de una nación que en todo tiempo dispuso de unos funcionarios de envidiable cualificación. Siempre, por lo demás, nuestra historia ha ofrecido semejante espectáculo. Las arduas y, en muchos casos, esplendentes metas que esmaltan su largo recorrido, se alcanzaron, por lo común, a través de la entrega denodada y, en no pocas ocasiones, la inmolación de las gentes anónimas --mujeres y hombres, pero más tal vez las primeras...-- que, sin imperativos kantianos ni excesiva disciplina social, se vaciaron anímica y físicamente en beneficio de sus compatriotas. Las diferentes colectividades nacionales intuyeron, y algunas hasta llegaron a medir en su justa y alta medida la deuda contraída con esos servidores públicos de rango, administrativamente, menor o subalterno, aunque nunca llegaran a representar tal sentimiento en monumentos o actos de fuerte contenido simbólico. Sería iluso, desde luego, esperar hoy en nuestra patria un cambio en dicho talante; sus elites antiguas y modernas, estatales y autonómicas, parlamentarias y edilicias no dan muestra alguna de auténtica asunción de los muchos valores del pasado hispano ni de postura admirativa ante los todavía, por fortuna, miles de ejemplos de abnegado y hasta gozoso cumplimiento de sus deberes del lado de las mujeres y hombres de "la calle", con los que ahora, en vísperas electorales, quieren contactar en buses y suburbanos... A manera un tanto de compensación y desquite, las jóvenes hornadas de historiadores semejan centrar sus afanes, en pos del surco trazado y ahondado ha ya casi medio siglo, por los estudiosos componentes de la New History británica de tendencia por entonces radical y marxisto--progresista, en el mencionado terreno. "La historia sin rostro" o de las gentes de a pie, anónimas e inaprehensibles por las plumas de los profesionales de Clío, mas no así por las de novelistas de corte a menudo genial: Dickens, Balzac, Galdós... Antes de que desfallezca en su tarea sobrehumana, los jóvenes aprendices de historiador --tajo en el que jamás, o en muy espaciadas ocasiones, hay maestros...-- bien pudieran inspirarse en un modelo de carne y hueso en una visita a un centro hospitalario que ejemplifica silente e irrefutablemente el continuum que identifica y asegura la vida de los pueblos encarnada en su humanidad más entrañable.

* Catedrático