No somos goteras, dice la niña de los ojos grandes y la piel oscura. Una niña de paso, arrastrada por la corriente, agarrada a la vida desde su fragilidad. La niña gota. Rodeada de otras gotas. De miles. De millones. De una lluvia infinita que vela el vidrio de nuestra humanidad. Hombres, mujeres y niños que, un día, para librarse de una tierra que les quemaba, decidieron convertirse en gotas. Se subieron en barcazas, pateras, naves imposibles y, rodeados de océano, trataron de alcanzar una tierra donde poder tener, de nuevo, piel, corazón y vida.

No somos goteras, dice la niña gota a esos políticos que juegan con las metáforas. Mísera poesía de muerte. Ahí está Nicolas Sarkozy, que asegura que acoger refugiados llegados a Italia y Grecia es abrir una fuga en el fregadero de la cocina. Ahí está Jorge Fernández Díaz, que también racanea con la acogida alegando que es distribuir por toda la casa el agua que cae de unas goteras. Mejor que inunde solo una habitación, debe pensar. Aunque mejor tapar la gotera. Y que nada traspase los muros de la tierra adormecida.

Y la niña gota recuerda a otras niñas de ojos grandes y piel oscura. Y se pregunta qué se hizo de ellas. Si la tierra ardiente las abrasó para siempre. Si el océano quiso quedárselas. O si, como ella, se convirtieron en niñas gotas y se deslizan también en el limbo de la subsistencia. Ese lugar donde el cobijo es líquido y las miradas de los padres siempre demasiado húmedas.

No somos goteras, dice la niña a esa Europa que, en un triste mercadeo de cifras, ha fracasado en el intento de repartir 40.000 refugiados este mes de julio. Y mientras trata de afirmar sus pequeños pies en esta tierra que la niega, siente que nada es tan sólido como sus sueños. Al fin y al cabo, el agua siempre encuentra su curso.

* Periodista