Hace unos días, el mundo recordaba a Nelson Mandela, tributándole, de nuevo, silenciosamente, ese homenaje colectivo que brota de la admiración hacia su hazaña. Cada día, Mandela, desde la celda en la que pasó 27 años por defender un compromiso ético con los suyos y consigo mismo, encontró compañía y consuelo en la lectura del poema Invictus , un texto de una belleza melancólica, victoriana y marmórea. Un canto a la fe, a la libertad y a la resistencia humana, enfrentadas a los momentos más desoladores, solitarios y terribles de la existencia. "Fuera de la noche que me cubre, / negra como el abismo de polo a polo, / agradezco a cualquier dios que pudiera existir / por mi alma inconquistable", dicen los primeros y salta la palabra clave: "Inconquistable". ¿Qué comporta esa palabra? Se dirá en la estrofa siguiente: "En las feroces garras de la circunstancia / ni me he lamentado ni he gritado. / Bajo los golpes del azar / mi cabeza sangra, pero no se inclina", es decir, hay una actitud primordial que comporta la dignidad humana: mantenerse erguidos, luchando contra corriente, combatiendo olas y tempestades, sin "inclinarse" como señal de rendimiento. Y luego, en los versos siguientes, el rechazo del miedo que se enreda en nuestro caminar: "Más allá de este lugar de ira y lágrimas / es inminente el horror de la sombra, / y sin embargo la amenaza de los años / me encuentra y me encontrará sin miedo". Desemboca el poema en la libertad personal como timón de nuestros actos: "No importa cuán estrecha sea la puerta, / cuán cargada de castigos la sentencia. / Soy el capitán de mi destino: / soy el capitán de mi alma". Ahí reside otro de los secretos: descubrir que la fuerza está en nosotros. Mandela nos dejó el ejemplo de encarar su propia vida, encarcelada, para convertirse en el amo de su destino. Pasarán los años y el recuerdo de su hazaña perdurará a través de los siglos, gritándonos: "La fuerza está en ti".

* Sacerdote y periodista