Permitidme, lectores amigos, que escoja para mi columna una noticia personal: Hoy hace cincuenta años fui ordenado sacerdote, por el entonces obispo de Córdoba, monseñor Manuel Fernández-Conde, en la iglesia parroquial de El Salvador y Santo Domingo de Silos (Compañía). Aquel 20 de junio del año 1965, una mañana soleada del verano cordobés, sentí sobre mi cabeza las manos del obispo, como si se abrieran las puertas del alma y entrase el mar de Dios derribándolo todo: "Te suplicamos, Señor Dios nuestro, que nos escuches e infundas en el corazón de este tu siervo la bendición del Espiritu Santo y la fuerza de la gracia del sacerdocio. Te pedimos con el más humilde de los respetos, que le des la dignidad del presbiterado, renueva en sus entrañas el espíritu de santidad para que obtenga, recibido de tu divina mano, el don del sacerdocio". Luego, el 23 de junio, en Hinojosa del Duque, celebraba mi Primera Misa, en un ambiente de firmamento azul, rebosante de gozo. Ni siquiera se nos ocurría pensar que, fuera, en la calle, a la intemperie, mucha gente lo pasaba mal, no solo en el clamor silencioso de sus carencias materiales, sino en el corte radical de sus derechos, mermados o anulados por el régimen autoritario que vivía el país y cuya realidad en los pueblos ofrecía, a veces, tintes más dramáticos. En Europa, por aquellas fechas, se defendía ya la tesis de que los sacerdotes debían comprometerse en el cambio de las estructuras políticas y sociales en nombre del evangelio e incluso por procedimientos violentos, porque eran injustas. Comenzaba a hablarse abiertamente de la "teología de la liberación". Han pasado ya cincuenta años, "mucha agua bajo el puente" y parece que fue ayer. La humanidad sigue sedienta. "Los hombres mueren y no son felices", decía Camus. Quizás, por eso, me siento "servidor de la alegría de los hombres", como san Pablo en la comunidad de Corinto.

* Sacerdote y periodista