En la polemología, o estudio científico de la guerra, la primera cuestión es conocer al enemigo. Podía haberse inspirado en el Gran Hermano de Orwell, pero para Rajoy ese enemigo no es Estasia, ni Eurasia, ni Oceanía. Caliente, caliente hubiese sido designar al Gobierno de Maduro, pero no ha caído esa breva venezolana. El mayor enemigo para la recuperación española, según las propias palabras del presidente del Gobierno, es la frivolidad.

Aparentemente, esa declaración de intenciones tenía que enmarcarse en un frontis, pues desvelaría una voluntad de hierro que lucharía contra gracejos, vientos y mareas para sacar un país hacia delante, sabedor el presidente de que le resultaría muy difícil entrar en nómina en el Club de la Comedia. Uno suscribiría en buena medida esa forma de entender el ejercicio del poder, priorizando la responsabilidad del bien común aunque ello laminase los propios intereses partidistas del gobernante. Pero la frivolidad, expuesta en el atril mitinero, tiene muchas aristas, que pueden resultar lacerantes para quienes las repudian.

Aquí, la frivolidad, gracias a Chicho Ibáñez Serrador y Jaime de Armiñán, tiene un pasado. Nuestra perestroika no se limitó al mareo de látigo macareno del zoom de Lazarov. Historias de la Frivolidad fue una magistral finta quevediana --Su Majestad escoja-- en la que se camufló eufemísticamente su nombre natural: Historia de la Censura. Pero desde esta óptica, lo frívolo no se asocia directamente a lo superfluo, a lo libertino, sino que se apega a lo desencorsetado y a lo liberal --antes de que Esperanza Aguirre tuneara este bello concepto, tan arraigado en suelo patrio a las eclosiones decimonónicas--. En este contexto, lo frívolo no se hace antónimo de lo serio, sino de lo rígido, lo cual desmigaja ese discurso moralizador.

Hay otra arista de la frivolidad que pincha como un huso: la que intenta contraponerse con la coherencia. Lo frívolo también es insustancial, huero de argumentos. Desde la película de Terrence Malik, han aflorado otras muchas delgadas líneas rojas, como la que separa el rigor de la prepotencia. La razón no se presta al juego de las mayorías: Galileo no se equivocaba, ya hubiese votado en su contra todo el colegio cardenalicio. Pero el ejercicio democrático conlleva festonear esas convicciones con la aprobación de la opinión pública, o al menos batallar por su comprensión, por muy agria que resulte esa persuasión. Fallar en la pedagogía de lo necesario dibuja una falla irresoluble: a un lado, la obcecación de la clarividencia que, con la pátina del poder, santifica a la élite; al otro, los equivocados, sinónimos de frívolos o descarriados.

Si la frivolidad es superflua, este Gobierno tenía que haber sido más valiente para despojarse de tantas banalidades colaterales y haber entonado con contundencia la constricción por tan relevantes cargos; esos que se dejaron cegar, no por un dogma arriano, ni por un teorema económico, sino por esas cositas frívolas y mundanas que para muchos mortales no les da ni para imaginar.

* Abogado