"¿Tú, también, Rato, hijo mío?", preguntan muchos conservadores absortos, remedando a Julio César cuando Bruto lo apuñalaba. Aunque los últimos acontecimientos muestran a los políticos considerados más listos como actores principales de rapiñas, blanqueos y evasiones, el punto de apoyo, el fulcro de la corrupción no es la política, en sentido estricto, sino el poder que, viviendo también, aunque agazapado, en las finanzas y los grupos de presión, resulta una superior energía que manejan a su provecho quienes deben ser servidores incólumes de la cosa pública. Lo que verdaderamente corrompe es ejercer el poder sin deberes ni cortapisas. Lo dijo Lord Acton de manera precisa y categórica: "El poder siempre corrompe; y el poder absoluto, absolutamente". Por eso, en los sistemas democráticos asentados, suelen mirar con lupa el más mínimo exceso que, al momento, origina responsabilidades políticas --recuerden la dimisión de una ministra de Alemania por haber copiado parte de su tesis doctoral--, para que las acciones ilícitas de los desaprensivos nunca desemboquen en el pasotismo, en la indiferencia social que daña al sistema. Dentro de una escala de valores cívicos infranqueables, que muchos países de la UE ejercen a rajatabla, están a la cabeza: el repudio de la mentira pública, que alcanza la categoría de perversión si se efectúa en el Parlamento; usar el erario en provecho personal; y protagonizar, por acción u omisión, conductas inadmisibles para la ética civil --algo parecido a la areté de los atenienses-- que debe regir en las sociedades abiertas. Y lo políticamente triste e incorrecto es que, quienes transforman en maligna una actividad noble, acaben introduciendo en su mismo saco a hermosas gentes --las hay-- que actúan con generosidad de misioneros y que se las lleva la riada de la desvergüenza.

* Escritor