Las estadísticas que presentó hace unos días el Ministerio del Interior sobre los denominados delitos de odio, es decir, aquellos consistentes en ataques contra cualquier persona por tener una determinada creencia, identidad sexual, origen étnico o estatus social, no dejan de crear inquietud en España, especialmente por el perfil cada vez más definido de las víctimas. Cuatro de cada diez agredidos durante el año pasado lo fueron por su orientación sexual, el 37% estuvo relacionado con cuestiones racistas o xenófobas, mientras que las mujeres y los menores continúan siendo los grupos de mayor riesgo. La detallada radiografía policial sirve para visualizar un tipo de criminalidad que a menudo permance oculta por la desconfianza de la propia víctima, al considerar que la denuncia no servirá para nada. En este sentido, el loable objetivo de sensibilizar a la población deberá ir acompañado de un cada vez mayor rigor de los protocolos policiales para que las denuncias lleguen con todas las garantías ante el juez. El anuncio de mayor mano dura para quienes inciten al odio a través de las redes sociales es también un buen paso contra esta lacra delicitiva.

Pero la cuestión exhibe otras dimensiones. Algunas de las agresiones de las que últimamente hemos tenido constancia pública, incluso con imágenes bien explícitas, y la nula reacción de quienes asistían a las mismas demuestra que estamos ante un problema que requiere, además de la policial, la colaboración de todos y un claro rechazo social a esas posiciones.