Una de las cosas más difíciles es aprender a renunciar. Aceptar íntimamente nuestras derrotas no es agradable ni sencillo, pero hay que hacerlo. Dicen que el mundo sigue girando, y estando en él la opción más sensata es aceptar sus caprichos. Para el destino, lo que nos pasa no viene envuelto en ningún juicio. No es ni bueno ni malo. Solo son hechos. Evidencias que nada tienen que ver con ninguna deshonra. Accidentes del azar. Consecuencias de estar vivos. Cosas que pasan. Nuestro cuerpo no será igual a los 20 que a los 70, ni nuestra ocupación laboral será la misma, ni posiblemente nos acompañará alguna de las personas que hoy dan sentido a nuestros días. Todo con lo que ahora gozamos o ambicionamos, tarde o temprano estará frente a nosotros por última vez para decirnos adiós. Y ese será el reto para nosotros. Saber despedirnos de ello como es debido. Aceptando su marcha. Intentando que el agradecimiento por haber ocupado nuestras mentes, nuestras horas o nuestros corazones durante un tiempo venza a la rabia o el dolor que surjan en nosotros cuando eso pase.

Andreas Lubitz no lo hizo. Tenía la ambición de ser capitán de vuelos de larga distancia en Lufthansa y la vida le decía que debía renunciar a ello. Hizo añicos los informes médicos que le decían la verdad que tenía que afrontar. Negó la evidencia de su vida y hace una semana negó además la posibilidad de vida a 149 personas, e hizo que todos los familiares de estas tengan ante sí el difícil y traumático reto de aceptar que ya no verán más a sus seres queridos. Es todo tan bestia, que hoy la conmoción no es solo suya sino de todos.

Y ante la estupefacción social, el sistema todavía cree que puede vendernos seguridad. Ahora en las cabinas de los aviones habrá siempre por lo menos dos personas. ¿De verdad creen que si alguien quiere imponer su locura se le podrá parar? Si el comandante Patrick Sonderheimer no pudo volver a su puesto fue precisamente porque después del 11-S, y en aras de la seguridad, se blindó la cabina de los pilotos por dentro. Ahora, en aras de la seguridad, los pilotos ya pasan un test psiquiátrico que los expertos han revelado como muy leve, casi rutinario. Vamos, que si alguien quiere disimular sus problemas es casi imposible detectarlos. Y mientras, vamos colocando arcos detectores. Y maletas más pequeñas. Y líquidos en bolsitas. Medidas que tal vez sirvan para beneficiar los negocios de algunos pero que difícilmente harán el mundo más seguro. En Francia solo fueron necesarios dos pistoleros sin miedo a morir para sembrar el pánico.

En nuestro mundo cohabitan también la locura y el sinsentido. Más que en protocolos, inviertan su dinero en analizar la mente humana y sus recovecos más oscuros, y mientras intentemos aceptar. Disfrutando mientras podamos antes de encarar las dolorosas renuncias.

*Periodista