Ahora la calle es nuestra, con su blanco oleaje de ventanas ardientes, de balcones cobrizos bajo el mapa del cielo. Durante estas últimas semanas, los candidatos de las formaciones se han empeñado en ser los mejores amigos del andaluz de hoy. Se han recorrido todos los mercados, los salones de hoteles, nos han asaltado en las terrazas con su simpatía desbordante mientras nos tomábamos la caña, nos han sonreído unos segundos y han posado para sus fotógrafos, nos han contado sus jornadas, más maratonianas que ideológicas, y al final han pedido el voto salvador. Hasta cierto punto es comprensible todo este cortejo, porque el sistema patrio de la repartición de cargos alimenta a miles de familias no solo en Andalucía, sino en toda España. Los candidatos arman su cordialidad infinita, pero también caduca; porque el resto del año --y de legislatura--, la mayoría no buscará ese acercamiento, sino la lejanía institucional. Por eso, después de haber sufrido este acecho continuo, esta exigencia un poco aparatosa de intentar demostrar un compadreo más artificial que físico, mucho más estratégico que puramente emocional, hoy somos nosotros los protagonistas de la obra, con el conflicto previo desgarbado en las fotografías difusas de la cartelería, como fisonomía del teatro.

El domingo electoral es una patria alzada de la ciudadanía, una especie de reivindicación de la dignidad pública, de derechos cosidos a deberes que tienen, esta vez, otro conocimiento, una especie de conciencia nueva con su obligación del voto a cuestas. El domingo electoral es un día magnífico para hacerlo todo, para irnos a votar y ver brillar el oro cobrizo de una cerveza helada bajo el sol, para tocar el arco de una edad desfondada del cielo después de comentar cómo hemos encontrado nuestro colegio electoral: porque envejecemos con el rito, y también con su espacio, y porque vamos cambiando con los programas y con las elecciones, mientras evocamos las melodías pasadas de los partidos políticos y recordamos, incluso, a algunos desaparecidos, a otros candidatos, con el hambre en la luz del tiempo nuevo que siempre ha estado a punto de llegar. Somos este momento, somos este instante detenido del aire encerrado en la urna, y somos mucho más que un nombre y una lista, un empadronamiento, una demarcación en la caligrafía de un país, la escritura secreta de millones de votos. Somos este domingo, nuestra lectura matinal del periódico, con su paseo preciso hasta las papeletas, el reconocimiento de una identidad y una lista para la retina, con su discurso intacto, revelado a través de días de charla, de debates, de desencuentros generacionales, en el recuerdo de lo que pudo haber sido y lo que hoy somos, con nuestra piel de intemperie.

Incluso habrá quien mire hacia otros días, otras fotografías de estrenos ya lejanos, con otro elenco de actores en la plaza del pueblo. Hay quien no vota nunca, hay quien vota como una imposición casi administrativa y también quien concibe el acto de votar como una expresión plena de la ciudadanía, con su respeto al pasado: porque para que hoy podamos ejercer nuestro derecho, otros rostros quedaron en su sombra escondida, en su impacto sin eco, porque una versión oficial del relato les pasó por encima con su fragor metálico. Hoy podemos votar porque antes, otros, hicieron cuanto creyeron que era preciso hacer para sabernos un poco más libres, y también ciudadanos, con todo el contraluz que estas palabras nos arrojan al fuego. Lo podemos hablar con la próxima caña, en el largo paseo de este domingo pleno, electoral, en el que la gente toma el paso de su propio destino para imponerse a deudas, a soflamas, a gastos públicos y todo ese producto interior bruto convertido en desgaste de una generación.

Somos la pulcritud de un tacto cierto, una piel tirante en la tormenta de las lluvias futuras. No se trata sólo, ahora, de Andalucía, es otra cosa: porque la escena pública en España se escudriña en el mundo con lente microscópica. Cada sociedad genera sus fantasmas, sus depredadores y sus héroes, y después los sentencia a su olvido lisérgico. En unos años también recordaremos a quién votamos en las urnas el 22-M. Pero hoy la calle es nuestra, con su escritura pública, en la fiesta voraz con sus vientos de historia.

* Escritor