Se alzó el telón de la Cuaresma 2015, con la asistencia multitudinaria de los fieles a las iglesias para recibir la ceniza. Un rito que rezuma sencillez, austeridad y humildad. Me viene a la memoria la costumbre de algunas comunidades religiosas hispanoamericanas, donde sustituyen la ceniza por unas gotas de perfume, y en vez de las palabras del ritual que evocan las de Cristo en su primer sermón, --"convertíos y creed en el evangelio"--, emplean esta otra fórmula: "Acuérdate de que eres fiesta y de que en fiesta te has de convertir". Desarrollan así con más fuerza el sentido de la palabra "cuaresma", cuarenta días, ya que el número cuarenta expresa un tiempo cumplido, un periodo culminado. Es una cifra simbólica muy usual en los textos veterotestamentarios: cuarenta años tardó el pueblo en atravesar el desierto en la epopeya del Exodo, cuarenta días fueron los del diluvio, cuarenta días caminó Elías, cuarenta jornadas pasó Jesús ayunando en el desierto, tras su bautismo en el Jordán. Aunque no lo creamos, el mundo actual necesita de una "cuaresma". Hace poco más de un año, publicaba Mario Vargas Llosa su personal diagnóstico de la cultura y daba a su ensayo un titulo expresivo: La civilización del espectáculo . Con palabras no exentas de dramatismo, y citando a Guy Debord, describe cómo nuestro mundo pasa por una etapa de progresivo adelgazamiento del hombre interior, en la que la vida ha dejado de ser vivida para ser "representada". Las personas, como los actores en un escenario o en la pantalla, viven para mostrarse hacia afuera, carecen de poso interno. Nada hay oculto y lo que se muestra al exterior está enfermo de superficialidad. Nada se escapa, parece ser, a la banalización generalizada que impone una cultura volcada en la imagen pública. Por eso, el mundo necesita con urgencia la "cuaresma", es decir, la interioridad, la nueva luz, la brisa del espíritu.

* Sacerdote y periodista