La política es aquella actividad que se refiere a la vida colectiva de los grupos de hombres organizados por la civilización, cuya orientación, administración de derechos y demás actividades tales como las artes, las ciencias, la enseñanza, la defensa nacional y la aplicación de la justicia son ejercidas por los políticos en bien de la sociedad en general.

El político es y deberá ser siempre un hombre o mujer que ante las necesidades públicas de la ciudadanía responda con comprometida solidaridad, concibiendo fórmulas ideológicas, jurídicas, planes socio-económicos y tecnológicos, así como urbanísticos, que por medio de la administración pública permitan aliviar los males de su pueblo, gestionando la dación de leyes, normas y partidas presupuestarias que determinen la realización y consecución de los cambios necesarios en el ordenamiento social, de tal manera que beneficien a las mayorías, sin detrimento del derecho justo de las minorías. El político está al servicio de su pueblo tratando de conseguir la solución de sus problemas sociales. Debe acceder a la política, aquel o aquella que anteponga el servicio a los demás antes que hacer de la política una profesión, el gran mal de hoy en día.

Siempre, la demagogia ha sido el enemigo número uno de la democracia. Sin embargo, hoy el populismo ha tomado el relevo.

Es verdad que es corriente confundir al político con el demagogo y a la política con la demagogia. Y también es verdad que muchas veces el político tiene mucho de demagogo y el demagogo mucho de político, pero es indispensable no confundir ni lo uno ni lo otro.

La demagogia podría definirse como una estrategia utilizada para conseguir el poder político. Consiste en apelar a prejuicios, emociones, miedos y esperanzas del ciudadano para ganar apoyo popular, frecuentemente mediante el uso de la retórica y la propaganda.

La demagogia ha sido siempre el intrincado arte de los caudillos (demagogos) que tratan de gobernar por la dominación tiránica, ejerciendo el poder caprichosa, imprudente y temerariamente, sin prever las funestas consecuencias que su administración deparará a sus gobernados. Unas veces, impulsado por confusos sentimientos políticos, y otras veces precipitado por sus voraces ambiciones de poder, el demagogo es y será siempre aquel que, prometiendo imposibles realizaciones y ofreciendo reivindicaciones vengativas, despierta la conciencia pasional de las masas para hacerse con el apoyo popular como medio de obtención del poder político, pero que una vez ubicado en su ansiada meta, ejercerá su voluntad con despótico absolutismo, oprimiendo y atropellando el derecho tanto de las mayorías como de las minorías.

Mientras que el político jamás alcanzará ni ejercerá el poder gubernamental sin la voluntad, la participación permanente y soberana de sus gobernados, el demagogo siempre llegará a lograr el poder con engaños, emulaciones y por la fuerza de la violencia, sin dejar participar realmente a su pueblo, aun cuando predique supuestas participaciones, eso sí, consignadas a comprometidos colaboradores.

Si el político alcanza o lograr el poder, ejercerá su gobierno bajo el imperio del respeto de los derechos humanos, mientras que el demagogo siempre gobernará bajo el imperio del temor a la libre expresión, reunión o acción.

Mientras el político mantendrá una tolerancia elástica para las discrepancias ideológicas, el demagogo será dogmático y absolutista, nadie más que él será portador del conocimiento cierto de que es lo que le conviene o no a su pueblo.

Por otro lado, el populismo, supone el uso de medidas de gobierno populares destinadas a ganar la simpatía de la población, particularmente si ésta posee derecho a voto, aun a costa de tomar medidas contrarias al estado democrático.

Es absolutamente indiscutible, que los movimientos populares y los personajes políticos a quienes se llama populistas basan su discurso en la dicotomía pueblo/anti-pueblo. El pueblo representa el súmmum de las virtudes y el anti-pueblo es la causa de todos los males; y pueden tomar cuerpo, según los populismos, en entes internos o externos: la oligarquía, la plutocracia, los extranjeros, el clero, los judíos, la monarquía-; en el discurso dominante hoy, en España, sería la casta política o el régimen del 78, a quienes se oponen los ciudadanos o la gente decente.

Ante la caótica situación que nuestro mundo actual arrastra, corresponde a los ciudadanos el derecho y la posibilidad de modificar el curso de los acontecimientos. Para ello, es imprescindible que se cultiven los valores del civismo patrio, porque deben los gobernantes y ciudadanos dejar su legado a las generaciones venideras de un pasado ético que los dignifique y no un lastre delictivo que los avergüence.

Y como despedida, recordar lo que Benjamín Disraeli, político y escritor británico, decía con tanto acierto: "Los experimentos en política significan revoluciones".

*Presidente de CECO