Escribí en este diario un artículo en recuerdo de mi padre, Bartolomé Vargas Escobar, poco tiempo después de fallecer en 2004. Mañana se cumplen 13 años desde que perdimos a mi madre, el 25 de enero de 2002 y hasta hace una semana no he podido escribir una sola línea en su memoria. No me costó demasiado dar forma en la escritura a las ideas y recuerdos que se me venían a la cabeza cuando le dediqué unas líneas de homenaje a quien ha sido mi referencia profesional desde el gran despacho de abogados que hubo en la Plaza del Angel de esta ciudad. Ahora escribo desde un estrato más profundo de mi ser donde radica lo inexpresable, lo más importante y decisivo en el camino de la vida. Quizá por eso el sabio pueblo andaluz en su cante siempre recuerda a la madre.

Pilar Cabrera Marchesi era mujer de una extraordinaria sensibilidad, con un mundo interior lleno de búsquedas y rincones escondidos en su casa de la infancia, en Almodóvar junto a su padre, mi abuelo Joaquín. Le llevó a acercarse al Grupo Cántico y en especial a Ricardo Molina, del que conservo algún texto manuscrito. También a escribir con intensidad varias novelas y numerosos textos poéticos, de excelente calidad literaria. Tengo con ella una deuda pendiente, corregirlos y editarlos. No he podido hacerlo. En sus escritos tiembla aún su persona y mis voces interiores. Es una más de las escritoras anónimas, de lo anónimo valioso sin sitio en la historia y en los recuerdos en contraste con la fama efímera y en tantas ocasiones infundada.

Nos legó a sus hijos, a sus nietos y a los que la conocieron una fe cristiana firme y vivida a diario. La palabra para describirla, es testimonio de vida, coherencia entre lo que se cree y lo que se hace. Su vereda fue el Opus Dei. Su amor a la vida le llevó a defender en este periódico con vehemencia la vida humana indefensa, la del feto, la de la tercera edad deteriorada y la vida amenazada de los niños malnutridos. A realizar labores sociales en los barrios más deprimidos de la ciudad. En definitiva la defensa de lo vulnerable, de lo insignificante para los patrones sociales, la defensa de los sin techo y sin voz que personalizaba en el niño abandonado del portal de Belén. Quizá por eso la comprensión de todos los seres humanos que conoció, la tendencia innata a encontrarles una disculpa, a ver el lado bueno, a ayudar. También la ilusión de un mundo ideal que estaba dentro de ella y no fuera.

Me transmitió que la vida se debe vivir con intensidad, con sentimiento. Que vale la pena encontrar una causa, un significado, un ideal o al menos intentarlo. A sentirse uno más entre tantos, cerca de Dios desde su fe y la mía, cerca de todos desde la fe o realidad común. A saber ver la insignificancia y la dignidad que cada uno lleva consigo. Entender que la clave está en el interior, en la lucha interior que da fuerzas para salir hacia fuera. A pasar sin hacer ruido, sin aspirar a reconocimientos. A ser humildes. "Venimos del misterio y vamos hacia el misterio", nos decía. En esta vida que nos ha tocado vivir tan hermosa, tan fugaz, tan dura para tantos. Hoy cojo su pluma para colaborar con el periódico. Consciente de que no puedo expresar lo inexpresable. Gracias, madre mía, desde lo más hondo de mi ser.

* Fiscal de Sala del Tribunal Supremo (Coordinador de Seguridad Vial)