La abolición de la esclavitud en Estados Unidos no tiene su origen en una guerra entre yanquis y sureños, sino (al menos en gran parte) en uno de los mayores boicots de la historia. Decenas de miles de ciudadanos ingleses renunciando a un producto, el azúcar importado de las Américas, combatiendo sin armas ni cobertura, organizados, independientes.

El boicot es el instrumento de lucha más eficaz desde la aparición de los movimientos sociales. También, curiosamente, el menos usado (quizás porque se trata de renunciar, y eso no es muy propio de nuestra especie). Uno renuncia a comprar, consumir, participar, uno sacrifica su apetito o necesidad y así castiga eficazmente al empresario o gobernante en cuestión, y lo asusta, cuando no lo hunde. Si uno dispone de sustitutos, el boicoteo resulta verdaderamente llevadero, en ocasiones inocuo para su persona. Basta con elegir otra actividad o producto, o fabricárselo uno mismo, o aguantar un poquito, que uno tampoco se va a morir. Pero ¿qué ocurre si uno permanece atado a un sistema que dispensa educación, información, arte, cultura, comercio, comunicación y, lo que es más grave, entretenimiento? Si a uno se le atrofia la capacidad de renuncia porque ni siquiera puede pasarle por la cabeza la posibilidad de permanecer media hora desconectado de ese sistema que, siendo fabricado y controlado por su enemigo, lo es todo para uno, ¿cómo va uno a presionar? ¿Dónde? La teta que lo amamanta se llama "cobertura". Su relación con los demás, sus herramientas de aprendizaje, todas sus esperanzas dependen de cobertura. ¿Cómo va uno a morder la mano que no cesa de lamer? El boicot del soldado es la deserción, y es lo único que puede terminar con las guerras, a menos que el planeta se haya convertido, por propia voluntad, en un cuartel. En el Estado Mayor sonríen; en el polvorín del Congo, revientan; la tropa, el resto del mundo, se agobia.

* Escritor