Como miles de mujeres y hombres de su generación, el articulista es un catalanófilo activo y entusiasta. Sin el Pagés industrioso del siglo XVIII, sin el "viajante" infatigable del XIX, sin el empresario mercantil del novecientos, sin Campany, Balmes o Prim, no se entiende, sin duda, la formidable construcción social que dio origen a la de todo punto meritoria y loable contemporaneidad española, liderada en sus movimientos decisivos por las fuerzas y habitantes del Principado catalán, con un glorioso y hechizador pasado medieval, sin otro paragón posible en Europa que el toscano.

Amada Catalunya que lo fuese por todos los grandes actores de la política y cultura hispanas de las últimas centurias. Pues la antología más apresurada de dichas trayectorias recogería los nombres y obras más descollantes de ese ayer. Menéndez Pelayo, cifra máxima del pensamiento tradicional fue, según es bien sabido, un apasionado apologista de la Catalunya bajomedieval, pero también de la de su propio tiempo (1856-1912). En su corta y enjundiosa biografía, los años de formación barcelonesa figuraron como los mejor recordados y aprovechados, a la sombra del magisterio de insignes catedráticos de su solar. Todas las personalidades de éste revistieron en su ciceroniana pluma un resplandor sin igual. Y, de otro lado, no es aventurado imaginar que, en la regeneración cívica en que colocase D. Marcelino el desiderátum de sus afanes patrióticos, acabarían por situarse en vanguardia de la tarea palingenésica con la que soñara en su seronda madurez. Coetáneamente, el miembro más representativo de la, en un principio, iconoclasta generación del 98, el bilbaíno D. Miguel de Unamuno, se descubriría unido en la misma vivencia con su maestro universitario. Otra sumidad hispana, heredero y discípulo en catalanofilia de ambas luminarias, D. Gregorio Marañón, participó in totum de igual e idolátrica afección por Catalunya, su historia y sus gentes. Y el propio Azaña, entre boutade y boutade de escritor injustamente no leído, no pudo reprimir, desde su castellanismo esencial, la admiración más rendida por las muchas páginas deslumbrantes de su pueblo forjadas por el Principado.

Mientras, en la misma época, la precedente a la de la insania y locura de la guerra civil, la mayor y, desde luego, la mejor parte de las elites vascas, cántabras, asturianas, galaicas, aragonesas, valencianas o andaluzas tendrían a Catalunya como espejo y meta de sus trabajos más ardidos en pro de un progreso identificado con las porciones más sustantivas del ser histórico nacional. Así, en el profundo y extenso Sur, la Sevilla de Jesús Pabón o la Granada de Melchor Fernández Almagro, García Lorca, Antonio Gallego Burín y del gaditano Manuel de Falla centraron en la dinámica y alertada Catalunya el compendio de sus quehaceres y esperanzas. A lo largo de una de las etapas de mayorélancreativo y modernizador, la englobada por el reinado de Alfonso XIII y la Segunda República, ninguna otra región española fue más elogiada y admirada por el conjunto del país que Catalunya. Crisis y disidencias, recelos y desencuentros no llegaron nunca a agrietar siquiera cemento tan compacto de reconocimiento y gratitud por los muchos logros conseguidos para la nación por sus artistas y sabios, por sus hombres de pensamiento y acción en su indeclinable y resuelta apuesta por las virtualidades de avance y desarrollo de una comunidad de deslumbrante ayer y sugestivo futuro.

* Catedrático Emérito de Historia Universal