El ideario nacionalista presenta una característica muy peculiar: que sus contenidos dependen por entero de la persona que los postula. Un nacionalista letón y un nacionalista turco sostienen visiones del mundo muy dispares, aun siendo ambos nacionalistas. No sucede lo mismo con otros idearios, cuya verdad o falsedad nada tienen que ver con la nacionalidad de sus seguidores (¿cabe imaginar una "Internacional Nacionalista", semejante a las Internacionales socialista o liberal?). Con el nacionalismo, sin embargo, sucede lo mismo que con las expresiones deícticas, cuyas referencias vienen determinadas por el contexto. Si yo digo "aquí" y tú, al otro lado de la ciudad, dices "aquí", ambas expresiones, aunque idénticas en su forma, aluden a realidades muy diferentes. La nación que el nacionalismo exalta depende de que el nacionalista viva a este o a aquel lado de la frontera, pues "nación", para cada uno de ellos, significa entidades tan dispares como "Polonia" o "Alemania". Resulta extraño que, a la postre, el valor supremo de mi vida se resuelva por un río o una cadena montañosa.

Así pues, tenemos a este lado del ring a un nacionalista francés, persuadido de que "ser francés es lo mejor"; a este otro, a un nacionalista español, convencido de que "ser español es lo mejor". ¿Cuál de ellos dice la verdad? Depende, me dirán. Si son ustedes nacionalistas franceses, situarán la verdad en aquel rincón de la lona; si son nacionalistas españoles, en este otro. Ahora bien, una verdad que depende tan por completo de la identidad de la persona que la proclama resulta, ¿no creen?, algo sospechosa. "La nieve es blanca" es una proposición verdadera, la pronuncies tú o la pronuncie Mickey Mouse. Pero que pertenecer a España sea el valor más excelso imaginable únicamente porque yo, que afirmo esa postura, sea español, da mucho que pensar, sobre todo cuando advertimos que el nacionalista chileno dirá lo mismo de su pertenencia a Chile, o el nacionalista neozelandés de su relación con Nueva Zelanda.

¿Cómo es posible que todos los nacionalistas piensen de su terruño que "es el mejor", sin darse cuenta de que de la superposición de tales "verdades" resulta una contradicción flagrante? Lo único que se me ocurre es que con estos enunciados los nacionalistas no pretenden establecer una verdad sino, más o menos, aquello que procuraba el boxeador José Legrá (a quien veo, en blanco y negro, desde un pequeño ventanuco de mi memoria) cuando repetía compulsivamente: "¡Soy el mejor, soy el mejor!". Es decir, darse ánimos para la lucha. Parece, en efecto, que el nacionalismo es un ideario para el combate. Ese énfasis en "nosotros somos nosotros" se parece más a un cerrar filas frente a un enemigo exterior (o interior: judíos, por ejemplo, o kurdos, o maketos), que al intento de afirmar algo sobre el mundo.

Por este motivo el ideario nacionalista no puede, en términos popperianos, "falsarse" nunca. Simplemente porque su propósito no es enunciar nada, sino enardecer a sus adeptos (o atemorizar a sus enemigos). El grito "¡A las armas, mis valientes!", nunca podrá ser declarado verdadero o falso; lo único que nos cabe ante él es acatarlo o desobedecerlo. El nacionalismo mueve a la acción (en un sentido o en otro), pero resulta impotente para convencer de su "verdad" a quien no esté ya convencido. De ahí su peligro. Para el nacionalismo el mundo es, en efecto, un ring en el que el único resultado para los contendientes puede ser la victoria o la derrota, pues no existe ningún elemento común entre las "almas" de las diversas naciones. Así como no es posible encontrar en la naturaleza un "galliconejo", el nacionalista considera que nada hay en la realidad social que se asemeje a un "cataloespañol" (algo así como un Serrat, entre un Lluis Llach o un Manolo Escobar). El nacionalismo se mueve siempre entre esencias tan aisladas unas de otras como los viejos arquetipos platónicos.

Vivimos, nos dicen, en una civilización --la occidental-- en la que el individuo es el protagonista principal de la película. En ese caso, ¿no deberíamos considerar el nacionalismo como una especie de anticuado atrezzo? Vivimos, nos dicen, en un mundo donde es el sujeto individual quien, con soberana y racional autonomía, establece sus propios valores, dándole la vuelta si es preciso a todo lo que le llega a través de esos mohosos carriles que son la cultura y la tradición. Y, sin embargo, el nacionalismo no se extingue: ahí sigue, fijando el ser del individuo al lugar en el que nace, aherrojándolo con esa larga cadena --tan cara, por ejemplo, a un Barrès o a un Maurras-- que une desde la noche de los tiempos a los vivos con los muertos. Deberíamos reflexionar sobre la inquietante supervivencia de este oscuro dinosaurio. Pues sucede que, cuando despertamos, el dinosaurio suele siempre estar ahí.

* Escritor