Cuando escribo estas líneas hace un día solar. Ni la más pequeña neblina se ve en un rincón de cielo. Un azul intenso, el sol que bate contra las fachadas y las azoteas de la ciudad es deslumbrante. Yo me suelo levantar cuando el sol ya está instalado en el cielo, y el astro que me acompaña cuando escribo suele ser la luna. El sol trabaja. El diálogo resulta imposible con el sol sin cerrar los ojos. Con la Luna se puede tener un diálogo tranquilo y largo, sin que nos sintamos empequeñecidos.

El sol solo tiene capacidad de ofrecernos colores cuando nace y cuando va hacia la puesta. En su plenitud es simplemente luz. Las nubes que a veces lo tapan, ni lo aclaran ni lo oscurecen, porque el sol vuelve a aparecer con su implacable rotundidad.

El sol es el autor del día. Me atrevería, pues, a decir que el sol nos manda, nos impone las normas de vida diaria. La luna, en cambio, va paseando por el cielo, como si tuviera una voluntad decorativa. ¿Qué haces, luna, allá arriba?, se preguntaba Leopardi. La luna es una especie de farol para que la noche no se muera de negrura y podamos creer que, afortunadamente, el mecanismo del tiempo todavía está en marcha.

La luna crece y luego se esconde lentamente, abriendo la puerta al nuevo día. Un poeta castellano dijo que la luna era un ornamento del cielo. Qué frivolidad. La luna no es ningún adorno, como una medalla colgada en el cielo de la noche. Porque la luna tiene vida propia, acompaña a los navegantes, ilumina los caminos de los campos, indiferente a los versos metafóricos y a las pinturas románticas. Hemos maltratado la luna inventando la palabra lunático pero no solático. Hemos compensado el estar de mala luna con la luna de miel y con los versos y las sonatas dedicadas al claro de luna.

* Periodista