Lo dijo Felipe González parafraseando a Deng Xiaoping: da igual que el gato sea blanco o negro; lo importante es que cace ratones. Mutatis mutandis, el problema de la España del siglo XXI, ante el hecho histórico de la abdicación del rey Juan Carlos en favor de su hijo Felipe, no es la forma de la Jefatura del Estado, consagrada como Monarquía parlamentaria en la Constitución de 1978, sino un funcionamiento eficaz y excelente de la democracia.

La configuración de esa Jefatura del Estado, ya sea monarquía parlamentaria o república, no da más pátina democrática a un país que a otro. En las constituciones democráticas, las funciones de un monarca y de un presidente de república se reducen a un arbitraje y moderación de las instituciones. Incluso, en algunas repúblicas de nuestro entorno el presidente ni siquiera se presenta a las elecciones sino que es elegido por el Parlamento entre personas supuestamente honorables del país.

Con motivo de la abdicación y el cambio de persona en la Jefatura del Estado han surgido voces y manifestaciones legítimas exigiendo la instauración de una Tercera República. Por desgracia, esta disyuntiva no resolvería los profundos y graves problemas que han esclerotizado a la democracia española. Centrémonos, pues, en lo sustancial y posible.

El relevo en la alta magistratura del Estado debe abrir una ventana de oportunidad para relanzar el impulso reformista de una nueva España, distinta de la que se forjó con la Constitución de 1978. Pero no olvidemos que la carta constitucional vigente dotó a nuestro país de una democracia plena, equiparable a la de cualquier país democrático del entorno, tras 40 años de dictadura franquista y en unas circunstancias políticas, sociales y económicas complicadísimas. Pero se logró, y sus principios y valores básicos de reconocimiento de las libertades siguen siendo validos.

Sin perder esta perspectiva histórica, es evidente que cuatro décadas después España necesita una regeneración profunda. Y los mismos aciertos que tuvo el rey Juan Carlos en el arranque de su reinado, y ahora en su abdicación, hay que deseárselos a Felipe VI para encarar retos también muy difíciles en la España del siglo XXI. Si entonces la sociedad española sintió el vértigo en unos años de tinieblas y de incertidumbre, ahora es posible que también lo perciba por una situación de inestabilidad política y económica. Pero ante el vértigo: serenidad, inteligencia y altura de miras.

La tarea que hay por delante es gigantesca, pero no es para una sola persona, por muy rey que sea, y además con funciones muy acotadas. Es empresa ingente de toda una generación que está en condiciones de tomar los mandos de la nueva sociedad. Y para este compromiso el nuevo jefe del Estado necesita la complicidad leal de los partidos e instituciones que representan a los ciudadanos. Sin una colaboración honrada, sacrificada y lúcida, la tormenta perfecta está asegurada.

Este trabajo colosal pasa por mejorar el funcionamiento y la calidad de nuestra democracia, además de renovar unas bases eficaces de convivencia y un progreso social y económico que atienda a los ciudadanos más frágiles e indefensos. Según índices del Banco Mundial, nuestro país es el más desigual entre ricos y pobres de la eurozona. Nunca la distancia entre unos y otros fue tan considerable.

En estas fechas se han publicado estudios que ponen el dedo en la llaga de los problemas reales de nuestro país. Me consta que el nuevo rey los ha leído. Y esos informes coinciden en que uno de los problemas principales, junto al debate territorial, es la desafección ciudadana hacia los partidos y las instituciones, cuyo prestigio se ha desmoronado.

Entre estos estudios figura el de la Fundación Ciudadanía y Valores titulado Diez propuestas para mejorar la calidad de la democracia en España . En síntesis, se asegura que no se trata de hacer tabla rasa del pasado ni de defender una refundación del Estado, sino de reconocer que la democracia atraviesa una fase de profundo declive y de peligrosa decadencia que hay que afrontar. Sus conclusiones son realistas. La democracia en España exige ya una revisión profunda de la organización y funcionamiento de sus principales actores, de las reglas del juego y del sistema electoral. "Los partidos y las instituciones están muy alejados de la realidad social, y ello ha provocado una peligrosa desafección ciudadana hacia la política. Para recuperar la confianza es preciso llevar a cabo un proceso de regeneración democrática...".

Si el rey Juan Carlos I encarnó desde la Jefatura del Estado la transformación de España en un país moderno y democrático, Felipe VI, 40 años después, tiene la obligación de protagonizar esa profunda regeneración democrática con ejemplaridad e inteligencia y logrando la complicidad generacional.

* Director editorial del Grupo Zeta