Recibo en Florencia la dolorosa noticia de la muerte de Yago Lamela justo el mismo día que he asistido a una de las sesiones que el denominado Centro di Ascolto Uomini Maltrattanti lleva a cabo con hombres que acuden a él para revisar su identidad masculina y violenta. Es sobrecogedor ir escuchando las historias personales de 8 hombres que, en círculo, en una terapia que va más allá de lo psicológico, reflexionan sobre sus dudas y miedos, sobre sus incapacidades para gestionar pacíficamente los conflictos o sobre los pequeños logros que van alcanzando en sus relaciones de pareja. Entre los 30 y los más de 60 años, Lorenzo, Agostino, Carlo o el más joven, Ricardo, hablan de emociones y sentimientos, se desnudan. Incluso Agostino está a punto de llorar cuando relata las dificultades de su vida familiar. "No lo sé" es una de las frases más repetidas. Una sentencia inédita en un mundo patriarcal que siempre ha obligado a los hombres a tener la certeza y el mando. Estos hombres, sin embargo, se muestran perdidos, dubitativos, frágiles. Muy lejos del héroe que tal vez un día soñaron ser y para lo que fueron educados.

Al conocer esta experiencia italiana que nació en el 2009, y por la que ya han pasado más de 2.000 hombres, ratifico que nuestro modelo de convivencia y nuestro orden cultural, del que derivan desigualdades y productos tan sangrantes de ellas como la violencia de género, no se transformará mientras que no pongamos en la revisión de la masculinidad hegemónica. Un reto que va más allá de los necesarios instrumentos legislativos y que tiene mucho más que ver con las políticas públicas y, muy especialmente, con las de índole socializador. De nada nos servirá tener normas teóricamente magníficas, y mucho menos acudir al Derecho Penal como respuesta, cuando seguimos esquivando la atención sobre las raíces de tanta injusticia y desigualdad. Las que derivan de un orden patriarcal en el que los hombres fuimos, y seguimos siendo educados me temo, para el ejercicio del poder y la negación de los vínculos afectivos y emocionales. Sujetos de los privilegios pero también, al fin, víctimas del modelo dominante.

Pienso en todo esto mientras que veo por internet fotos y vídeos de un joven Yago Lamela, triunfante, heroico, bello y seductor. Un icono más del cuerpo masculino como expresión de fuerza, energía y poder. El hombre que vence las limitaciones de la Naturaleza y que encuentra en ese salto prodigioso la razón que da sentido a su vida. Descubro ahora su larga y penosa historia de fracasos, depresiones y hundimiento personal. Y más allá de la reflexión que nos deberíamos plantear sobre las exigencias extremas de un deporte profesional que exige espectáculo y que con tanta frecuencia produce juguetes rotos, pienso en la fragilidad que escondían sus músculos, en lo vulnerable que finalmente era pese a su cabellera de Sansón, en la tristeza segura que habitaba en su alma de hombre quizás no preparado para el éxito y mucho menos para la derrota.

Encontré pues un hilo de continuidad entre los hombres florentinos que tratan de ser de otra manera y el joven Yago que sucumbió y no encontró como mirar otro rostro en el espejo. Como los muchos que ponen fin a sus días, en un porcentaje mucho mayor que las mujeres, por no saber cómo gestionar su vulnerabilidad. Incapaces de dar el salto que los lleve a reconciliarse son sus emociones, con sus debilidades, con ese "lado femenino" que les obligaron a ocultar. Y me convenzo de que solo desde la asunción positiva de nuestra fragilidad, los hombres empezaremos a hablar el lenguaje de la igualdad y sabremos construir unas subjetividades más plenas. Al tiempo que hacemos real una convivencia pacífica y gozosa con los y las demás. Desde el convencimiento además, como bien me enseñó el feminismo, de que esa revolución personal es al mismo tiempo política.

* Profesor titular de Derecho

Constitucional