El primer trabajo es como el primer ligue. Algo muy deseado y excitante pero que intuyes que no va a durar mucho. Para mí, como para miles de españoles, fue hacer de camarero en la costa. Sin contrato, sin horarios, menos mal que con generosas propinas. Por eso procuro no escatimarlas. Duró unos pocos veranos, durante los que fui el chaval más feliz del planeta. Después prosperé y me contrataron temporalmente en una oficina de La Caixa, también en la costa; ¿qué haríamos sin tanta costa? Con papeles legales, currando solo por las mañanas y muy bien remunerado. También fue estupendo y además me convertí en el millonetis de la pandilla. Pero un cliente de la oficina, Iago Pericot, cada vez que entraba me decía a grito pelado, delante del interventor y del delegado, que dejase ese trabajo monótono y esclavizante. Que me buscase algo más acorde con un espíritu libre que supongo atisbaba en mis pelos de punta decolorados. Efectivamente, yo ya había encauzado otros objetivos profesionales y estar fijo en un banco me parecía un horror. Juré ingenuamente que nunca trabajaría para nadie y que no volvería a temer los lunes por la mañana. Durante muchos años presumí de esa independencia que confiere la sensación de que no trabajas, que la vida pasa felizmente si hay amor. Cuando las cosas se pusieron fatal comenzó mi envidia hacia funcionarios y empleados bancarios, con nómina mensual. Ahora, con seis millones sin trabajo, pienso que hay algo peor que estar ocioso: la angustia de ver pasar el tiempo. Cuando vida y trabajo se confunden de nuevo dramáticamente convergiendo hacia la nada. Ni siquiera en odiar los lunes. No poder trabajar es peor que la lata de hacerlo. Esa cruz que Luis Racionero predijo hace años que iba a dar paso al ocio. Que a su vez, dicen, es el paso previo al vicio. A la viciosa sociedad en la que vivimos.

* Periodista