En estos tiempos de fiestas en donde tanto se habla del arte de nuestra tierra, ¿cómo diferenciar lo que es un hecho cultural de una pantomima subvencionada? ¿Cómo saber que este patio ha sido arreglado con amor o puesto a golpe de viajes al invernadero pensando en la subvención municipal? Y en la cocina de una taberna, ¿cuál es la que aún pone cariño en los fogones y cuál está prefabricando su comida pensando en los turistas para el próximo puente festivo? Pues bien. Al respecto, siempre recuerdo cuando hace muchos años, estando aún de prácticas en este periódico (ya les digo, hace muchísimos años) tuve la oportunidad de que Pepe García Marín, el señor del Caballo Rojo, me diera en pocas palabras toda una lección de lo que es el arte, lo bueno, lo auténtico y la belleza.

Verán: ante un plato de jamón le reconocí que no soy un experto (ni voy de experto) en esta cuestión, cuando desde hace años veo a tantos que no han visto un cerdo ibérico ni en foto y que alardean de gourmets del jamón. Y eso que soy de Villanueva de Córdoba y de que de niño muchos bocadillos en el recreo del colegio no eran de jamón en finas láminas, sino de lonchas de un dedo de ancho, como se estilaba en el pueblo cuando el jamón no era el producto para sibaritas de hoy en día.

A lo que voy. Pepe me lo definió rápido: "Mira: el jamón bueno es el que se acaba en el plato, el que gusta y no te paras a pensar por qué", vino a decirme para resumir que todo el mundo sabe intuitivamente qué es lo que realmente vale la pena.

Por eso, ahora que estamos en las fiestas de mayo, déjense guiar por esa íntima sabiduría personal y sin complejos, y disfruten de la cruz de mayo que ha conseguido mantener el sabor popular, deleiten sus sentidos con ese patio puesto con sabiduría y cariño de generaciones o, es otro ejemplo, déjense aconsejar por una guía que sabe de lo que habla y que transmite el disfrute de los que la han confeccionado.

Comparen e intuitivamente sabrán cuáles son las cosas que realmente valen la pena. Y rechacen imitaciones.