A principios de año, J. Hernández y J.A. Pérez daban a conocer un cuaderno de trabajo titulado "Crisis fiscal, finanzas, universitarios y equidad contributiva", realizado para la Fundación Europea Sociedad y Educación, del que se hizo eco el 4 de marzo el periódico El País con un reportaje firmado por Elisa Silió cuyo titular, de entrada, me animó a reservarlo para una lectura posterior más sosegada y reflexiva: "Los alumnos con beca acaban la carrera 2,1 años antes que el resto". Y continuaba: "El Estado ahorraría 900 millones por curso si todos se graduasen en ese plazo". De pronto, encontraba expresada en sólo dos frases una realidad que, como docente, llevo viviendo desde hace más de treinta años, pero que habitualmente es negada por las instancias públicas, más pendientes de eso que llaman la igualdad de oportunidades que de la cultura del esfuerzo, del mérito o de la capacidad. Ojo, esto no quiere decir por definición que los alumnos con beca sean la panacea de este país, nuestra principal y única garantía de futuro, pero sí deja claro que cuando uno necesita resultados para mantener una ayuda los consigue; y también lo contrario: que quienes no los logran no es siempre por un problema de ineptitud o carencia de luces, sino también, y sobre todo, de falta de interés y de dedicación, incluso de desgana. Créanme, las aulas universitarias están repletas de alumnos que responden a ambos perfiles.

Los 263.600 universitarios españoles que disfrutaron de becas públicas en 2013 terminaron sus respectivas carreras en 5,2 años, mientras el resto (1.280.000) lo hicieron en 7,14. Si tenemos en cuenta que muchos de los Grados son de 4 años, el asunto cobra mayor dramatismo, si cabe. Y es que la realidad pone los pelos de punta se mire como se mire, porque el Estado subvenciona también a los alumnos no becados con un 82% de la primera matrícula. Este porcentaje va a menos conforme repiten, pero cada uno de ellos cuesta al erario público unos 6.000 euros de media al año. Como consecuencia, si permanecen en las aulas dos o tres cursos más del ciclo que naturalmente les corresponde, el despilfarro es evidente. Para paliarlo, los autores del informe proponen como primera medida que las universidades regulen con urgencia los periodos que tales alumnos pueden seguir en sus aulas. Y yo añadiría: que una vez finalizados los cuatro años del Grado, quizá con uno de margen, los repetidores paguen el cien por cien de los gastos. Además del dispendio que ello supone, el sistema se revela absolutamente injusto para quienes cursan sus carreras con becas públicas. Me explico. Ya he comentado alguna vez en esta misma tribuna mi postura al respecto: entiendo que para merecer ayudas de la sociedad es necesario ofrecer resultados. También he dicho que las notas de corte deberían ser las mismas que rigen el acceso a la Universidad a quienes sí tienen medios económicos a fin de evitar desigualdades (que por otra parte siempre ha habido y son inevitables; aunque para eso están las privadas). El problema es que si los alumnos becados, con apoyos públicos del 100%, terminan sus estudios dos años y pico antes que quienes reciben el 82%, la conclusión asusta: ¡se está primando a los vagos!

Habría, pues, que cambiar la política educativa y financiera de nuestras universidades públicas, empezando por reducir drásticamente el número de convocatorias, contabilizar éstas también a los no presentados, y exigir un porcentaje mucho más alto de matrícula y de superación de créditos para pasar de curso o permanecer en el centro. Los resultados de algunas de ellas, como la Pompeu Fabra, de Barcelona, están demostrando fehacientemente la bondad de la medida. Y no crean que por eso los estudiantes han huido de sus aulas; antes al contrario, el número de solicitudes duplica cada año al de plazas, lo que al final hace subir el nivel académico de quienes entran (y salen). Se trata, por tanto, de un problema de alcance mucho mayor del aparente, que penetra en la propia razón de ser, en la filosofía y la esencia de muchas de nuestras universidades, y que en breve plazo de tiempo terminará por poner en peligro la supervivencia de un buen porcentaje de ellas. Por más impopular que pueda ser defenderlo, cuanto menos tiempo tardan los alumnos en terminar sus respectivas carreras, menos dinero cuestan al Estado (es decir, a nosotros). Al fin y a la postre, un problema, profundo, de selección, calidad y superación por parte de todos. Para meditar, sin duda, con mucha, mucha calma-

* Catedrático de Arqueología UCO