En los últimos meses los medios de comunicación nos vienen desvelando día tras día, sin que nuestra capacidad de asombro parezca tener límites, los más diversos sistemas de robo del dinero ajeno que se han producido en el tiempo en que, según nos cuentan, vivíamos por encima de nuestras posibilidades: cobros de comisiones ilegales, lucrativos desvíos de fondos públicos, insaciables cajas B, presupuestos de cursos de formación que acababan en manos de relamidos empresarios, escandalosas indemnizaciones a altísimos directivos, los más variados blindajes de sueldos vitalicios... El pueblo llano nunca sospechó que la ingeniería del latrocinio podría llegar a alcanzar tales grados de refinamiento, por parte de unos y de otros. Son todas ellas formas de apropiación indebida, la mayoría del erario público, que, a fin de cuentas, nos han conducido al mismo resultado social: el descrédito de la clase política y, por contagio, de cualquier otra forma de poder, que por lo general se percibe ahora como una ocasión inmejorable de ejercitar el choriceo de guante blanco.

Hay otros modos de desvalijamiento más taimados y sutiles porque afectan a, podríamos decir, bienes inmateriales, no crematísticos, pero también, al fin y al cabo, bienes que son patrimonio intangible de la comunidad. Me refiero a lo que podríamos llamar cleptología, o robo de palabras. Una forma venial de este pecado es el disfraz con que algunos sibilinamente visten a las palabras, las cuales llegan a significar pero solo por aproximación, esto es, sin expresar lo que deben, enmascarando también de paso la realidad. Ya sabemos: aquel confuso eufemismo de la violencia doméstica (como si las casas y los edificios pudieran empuñar un arma). El añadido de florituras suele ser un buen recurso discursivo para llegar a la misma meta: como muestra, la retórica de la frase expediente de regulación de empleo (ERE), así dicha, nos encandila y sabe mantenernos lejos del dolor que encierra para quien lo sufre. Algunas otras expresiones de nuevo cuño nos llegan a causar hilaridad, la otra cara de la rabia, por el descaro y el cinismo de quien las pronuncia, como el rocambolesco contrato en diferido que con tanta razón batió récords de visitantes en Youtube .

Junto a estos pecados veniales que cometen algunos hablantes contra la lealtad semántica que le deben a su propio idioma (faltas que podrían ser fácilmente purgadas obligando a sus autores a copiar quinientas veces la frase correcta), se me ocurre la posibilidad de que exista la cleptología en su modalidad de pecado mortal: se trataría esta vez de un robo premeditado y alevoso de palabras pertenecientes a la comunidad, a una concreta comunidad de hablantes, con la aviesa intención de eliminarlas de su diccionario particular y, si fuera posible, hacerlas desaparecer del mapa. Con esta supuesta versión de la cleptología nos acercaríamos a los oscuros límites del logocidio, o asesinato confeso de una palabra, cuyo ejemplo más extremo es el glosocidio, o exterminio deliberado y sistemático de una lengua, de lo que por desgracia tenemos numerosos ejemplos en la historia de la humanidad (también en nuestra historia más cercana y reciente).

Para entender el verdadero alcance delictivo de estos nuevos términos (como el de cleptología) que aquí se proponen para el diccionario y el código penal, hay que recordar que las palabras son herramientas que usamos para comunicarnos con nuestros semejantes. Es un sonsonete que nos han repetido mecánicamente desde la escuela: los vocablos son vehículos que nos permiten dar traslado a otros de lo que pensamos y sentimos. Lo que es una verdad como un templo, o como una mezquita. Pero, además, las palabras van más allá de ser unos simples objetos pasivos que se dejan usar y se dejan hacer. Las palabras son organismos vivos que, además de circular por nuestra garganta en busca de la salida, circulan también por nuestra sangre, latiendo cuerpo adentro, como un alimento que nos nutre, dando forma a lo que somos, pensamos y sentimos. Pretender robar, prohibir o censurar una palabra (como la palabra mezquita para quienes habitamos en Córdoba) sería pretender borrar parte de la historia y de la identidad de un grupo humano, y la de cada uno de sus miembros. Sobre todo si esa palabra no ha sido tomada provisionalmente en préstamo sino que forma parte del vocabulario más remoto de una lengua, aquel que conforma sus propias entrañas, aquel que nos pertenece desde la cuna como individuos, y desde hace más de un milenio como colectividad: en este caso los sustantivos, los adjetivos, los verbos llevan adheridas las emociones que nos invadían mientras los pronunciábamos. Es un proceso lento pero irrevocable: poco a poco, con el uso, nuestras más añejas voces se han ido impregnando de un olor, un sabor, se han ido tiñendo de una tonalidad- han ido adoptando una textura que termina por confundirse con las mismas cosas que nos conmueven. Las palabras denotan (la definición objetiva que encontramos en el diccionario) pero también connotan (lo que nos dice nuestro lexicón emocional y subjetivo).

Por eso, a nadie en su sano juicio se le ocurriría prohibirnos por decreto la memoria de lo que somos, como individuos y como pueblo. Por eso, tal vez los cleptólogos y sus argucias nunca abandonen el mundo de los seres posibles que no llegarán a ser.

* Catedrática de Lingüística

Universidad de Córdoba