San Agustín celebra su recuperación. No hablamos de una imagen que regresa a su templo, sino de todo un barrio que recupera el sitio de su memoria escrita, de una plaza nutrida por una vecindad que ha sabido guardar el lugar de una ausencia. San Agustín es el puerto de su mar invisible, con sus lentas escamas en la luz de un sol blanco: porque se ha mantenido su presencia salina, recordada en el eco de las conversaciones y en esa silueta que perfila el silencio. Hay una vida entera en los mercados, en el paso de piedra con su lenta erosión, que se sale del marco de la agenda política. Es la reincidencia de unos modos, la tensión de unos rasgos, la planicie del viento al supurar la herida de la tarde en el cielo abierto de la plaza. Sólo la conoce quien la vive, quien ha sentido el rastro de los pasos perdidos, como los escribió Corpus Varga, en la sonoridad demorada y fluida, como si un río familiar de voces fuera anegando el aire. Una esencia de Córdoba está en San Agustín, como late en la calle de la Parra ese patio fluvial que vio nacer a Pablo García Baena sobre un balcón de tiempo, con una esparraguera mantenida en la cal, en su nervio arterial bajo la galería. O en Las Beatillas, otra Semana Santa, cuando una vez midió García Lorca el silencio natural de los mares dormidos en su intacta latencia. Nadie ha faltado el día del regreso de la imagen a la plaza, por encima de algunas corrientes pasajeras de ceguera inmediata. Asistir a la vuelta de las Angustias a su casa encendida es entender el barrio, la ciudad y sus gentes, y también respirar en sus aires futuros.

* Escritor