Hace un año transitaba por este espacio de opinión reflexionando sobre el momento especialmente delicado que vivíamos. Con no excesivo optimismo porque los datos macro de la economía no invitaban a otra posición, aunque desde el poder se encendía luz larga para poder vislumbrar esperanzados una recuperación difícil pero posible.

Este largo y penoso proceso impulsado hacia el abismo durante los negros años del zapaterismo, debería hacer volver la mirada al pasado inmediato, ahora que la recuperación parece estar aquí y brotando, no con parámetros débiles o con perfiles tenues, sino más bien con vocación de permanencia, incluso de avance aunque fuese tímido.

Y reclamo mirar hacia atrás no por contagio de esa letal y sectaria memoria histórica que con "ley de tipificación del negacionismo" incluida nos preparan, sino como humilde aportación reflexiva a cualquier intento en marcha como instrumento de avance y progreso.

Porque puestos a mirar hacia atrás, que tan buenas experiencias a veces reporta, interesaría recordar el gigantesco esfuerzo realizado por la sociedad española y seguramente las instituciones de su Estado, durante los apasionantes años transcurridos desde la muerte de Franco y marcadamente en los aledaños de 1980. Es decir, desde el comienzo del rodaje de la Constitución, las elecciones de marzo de 1979 ganadas por Suárez y su dramática dimisión en enero de 1981. Todo ello rebozado en una apabullante y también espectacular crisis energética en 1979, comenzada con los precios del petróleo seis años antes y sus tremendas secuelas de estancamiento económico, con inflación superior al 26%. Años dificilísimos que requerían gobernantes con visión de la historia y del Estado, de su responsabilidad patriótica por liderar un éxodo decidido a la Europa añorada del progreso, la libertad y el bienestar. Y los hubo.

Y permitieron el protagonismo a dos personajes señeros como el Rey y Suárez que dirigieron una transición asombrosa. Y tras ellos, una sociedad representada por el resto de líderes políticos --los mejores desde la Restauración-- y los sectores económicos. Y todos unidos dieron ejemplo con los Pactos de la Moncloa y la solicitud de adhesión a una UE aún lejana, con ocho años de espera para hacerse realidad.

Y el resultado debe ser traído desde el recuerdo, para ejemplo de las nuevas generaciones y de la clase política que nos lidera, la peor y menos ilustrada desde hace siglo y medio.

Porque desde ese año 1980, en términos de riqueza nacional, el PIB ha crecido algo más de seis veces y media y su reparto per cápita, se ha multiplicado casi por seis.

Cifras espectaculares que se agrandan si se compara el PIB de Andalucía, que hoy equivale a una magnitud casi similar al PIB de España aquel año.

Sin embargo, llegados a este punto se detecta cierto cansancio en la estructura social, en las costuras del sistema que parecen deshilacharse. Se vive como si la libertad fuese bien imperecedero, el bienestar algo que se mantiene y acrecienta sin esfuerzo diario o la permanencia en el club europeo, un potosí inacabable. Parece comenzar una marcha de regreso, lamento, desprecio de unos y otros, odios que comienzan a acumularse, resentimientos a flor de piel, reproches descarados e insufribles.

Hemos atravesado una dura transición para llegar al puerto incierto y oscuro de la disolución nacional, de la puesta en cuestión de la propia razón de ser de España, de la pérdida del bienestar alcanzado por el sacrificio infinito de las generaciones anteriores, con sus valores y principios que por naturaleza deben permanecer intocables. La ética del comportamiento, la lealtad, el patriotismo, la tolerancia, el arrumbe del relativismo, el desprecio a la corrupción, el amor al trabajo, la austeridad, la valoración del esfuerzo o la meritocracia.

Con Habermas, creo firmemente en la evolución de la conciencia moral de las sociedades, aprendiendo no solo técnicamente sino también moralmente. Pero aquí, no ayuda precisamente un sistema educativo que ha demostrado ser lesivo a los intereses nacionales y una crisis de valores que arrasó hasta los principios del cristianismo otrora soporte moral de España y Europa.

Para Salvador de Madariaga los dos rasgos constantes de la vida política de España, las pasiones del español decía él, son la dictadura y el separatismo. El primer rasgo quedó abandonado, ojalá para siempre.

En cuanto al segundo que nadie confíe en Europa, pues en las relaciones internacionales no mandan los deseos ni las teorías, sino la geografía. El determinismo geográfico es el factor constante del acontecer histórico, como decía Kaplan.

* Licenciado en Ciencias Políticas