Decía recientemente el Gran Wyoming que para él todos los días son Navidad porque todos se emborracha y acaba peleándose con la familia. Es una forma sarcástica de expresar la desreligiosización de una fiesta litúrgica como es la Navidad. Que todavía perdure con tanta presencia se debe, sin duda, al interés comercial, pero también a la fuerza de la infancia. A la infancia volvemos regularmente, si es que alguna vez nos hemos ido del todo. La infancia no es tanto el tiempo de la niñez como ese espacio que necesitamos visitar para no sentirnos perdidos. Lo hacemos de la mano de nuestros hijos y nietos, fascinados como nosotros otrora por unos relatos mágicos que esconden misterios que nos hacen soñar. Hablan de un nacimiento virginal, de la preferencia divina por los más pobres, de ángeles que hablan con pastores, de reyes que visitan una cuadra y depositan los regalos que traen al recién nacido ante un pesebre.

Es como el mundo al revés, porque lo suyo es nacer con dolor, que los notables frecuenten a los poderosos, que los adultos y no los niños se hagan cargo de los asuntos graves y que los dioses sigan el dictado de esas dos señoronas católicas preocupadas por el aggiornamento del concilio Vaticano II y eternizadas en una ingeniosa viñeta de Mingote: "Al cielo, lo que se dice al cielo, cielo, iremos los de siempre".

Si lo que queda de la Navidad en la mayoría de la gente adulta es un recuerdo de la infancia, cabría preguntarse si no habría que revisar el calendario o, al menos, dejar bien claro que lo que se celebra hoy es un fenómeno natural, el solsticio de invierno, y no un hecho histórico envuelto en una leyenda que se resiste a morir.

Lo de cambiar el calendario ya se ha intentado. Lo hicieron los revolucionarios franceses imaginando un calendario hecho con criterios matemáticos, sin concesiones a la historia. El año tendría 13 meses, cada mes tres décadas, cada década 10 días, cada día 10 horas y cada hora cien minutos. El invento, ideado por un diputado de la Convención, Gilbert Romme, fracasó porque aquellos revolucionarios podían ser todo lo irreligiosos que se quisiera pero no soportaban una medición meramente cuantitativa del tiempo. La sabiduría que encierran los calendarios conocidos es que hay días de trabajo y días de fiesta. La distinción no se debe solo a la necesidad fisiológica de descansar para recuperar fuerzas, sino a algo que los calendarios judío y cristiano tienen muy pensado. En los días de trabajo el esfuerzo se centra en la subsistencia, en procurarse los medios materiales para vivir o, como diría Ortega y Gasset, para vivir bien. En los días de fiesta, sin embargo, el acento se pone en dar sentido al trabajo, en proporcionar un horizonte al trabajoso día laborable. El calendario judío o cristiano lo hacen recordando episodios memorables que hablan de liberación o de promesa y que al ser celebrados hoy se convierten en motivo de esperanza.

Los revolucionarios franceses rechazaban la dictadura de una organización del tiempo como la que proponía el calendario de Romme, en la que la vida quedaba reducida a la suma de jornadas laborables. Hasta los más miserables reivindicaban un tiempo festivo porque no querían renunciar al sueño de la felicidad.

La diferencia de nuestro tiempo respecto del pasado es que las generaciones mayores que conocieron el nacionalcatolicismo acusan un hartazgo religioso y las posteriores hacen gala de un cierto analfabetismo en religión. Eso no facilita, desde luego, la lectura religiosa de la Navidad, pero sería una ligereza pensar que ésta ya no tiene sentido. El hombre moderno ha ido perdiendo oído por lo religioso, pero no el sentido de lo sagrado. Nos parecemos cada vez más a ese Calvero representado por Charles Chaplin en Candilejas , que en el momento definitivo de su vida expresa su impotencia cayendo de rodillas en un rincón oculto del escenario y orando al dios desconocido. Reza desolado para que Thereza, la joven a la que ha salvado del suicidio, no se venga abajo y vuelva a ser la danzarina que fue.

El sentido de lo sagrado del hombre moderno lo expresa el filósofo Kant cuando habla "del cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí". El ser humano cifra su valor incomparable en el hecho de ser él, su libertad, el fundamento último de la ley moral. Pero al recordarle Kant "el cielo estrellado sobre mí", le invita a tener en cuenta no solo su modesto lugar en el universo, sino la distancia entre lo que su libertad puede y lo que esa misma libertad desea, exige o espera. Defender los días de fiesta es un gesto de resistencia y una forma de protesta contra un sistema de vida que convierte la noche en prolongación del día y los días festivos en prólogo de los laborables.

* Filósofo e investigador del CSIC