Salí de Córdoba, a la hora en que el sol de rostro cárdeno nos decía adiós tras el horizonte de la sierra, hacia mi ciudad natal de Baena. Mi yerno, a la rienda de su auto, ávidamente desgarraba el asfalto camino del Marbella. Un cielo limpio nos recibía en tanto el termómetro del turismo iba acercándose al cero. Yo caminaba hacia el Ayuntamiento como aquel enamorado que espera de amor una promesa. Jamás antes por el frío externo había sentido tanta necesidad del fuego del cariño de familia y amigos. Serpenteando junto al Marbella anocheció y las brillantes luces de la torre de San Bartolomé orientaron mi destino y agrandaron la belleza vesperal de mi pueblo. Imaginé a una ninfa de melena suelta llevarme en su espíritu ligero, que evapora, a la plaza del Ayuntamiento. Me acompañaban mi hija y nieta a quienes desde el coche mostré la casa donde nací en Plaza Vieja. Baena lucía sus teas como joyas bajo las arcadas del edificio del Monte Horquera en tanto vibraban las fuentes en la silenciosa noche del Casino como si fueran requiebros; pero sus aguas no ahogaron mis impaciencias. Ante el Liceo saludé a amigos y en sus escalinatas hallé alivio como si aquella escalada fuera llanura inmensa, redondeado cerro, oasis de paz, grato pozo, bella caverna. Me dije a mí mismo: "Enfría las brasas del afecto a Baena". Un ahora duró la previa salmodia olivarera, que se hizo breve a quien, como yo, al olivo quiere. Voz femenina me convocó al estrado y, atónito, descendí la escalinata en pro de la luz su abrigo. El escenario fue para mí soto de mirtos, con cuyas ramas me iban a tejer una corona. Quedé inmóvil para verificar si el momento era fantasía sin fundamento. El secretario del Ayuntamiento pregonaba desde el atril mis honores en tanto que mi alma marchaba por mil caminos de la Almedina al Marbella y de la Piedra Escrita a la Salobreña. Mi cerebro atendía la voz del secretario sin que nada atendiera como si yo recordara mil cosas de mi niñez que no terminan y empiezan. Vejez y juventud que mal se avienen pero, en esa noche, en mí fueron regocijo, tiempo cálido y espléndido, que se hicieron indómitas ante la entrega del título de hijo predilecto de Baena. Este título no es relucir que súbito se apaga, cristal quebradizo que en una hora se rompe. Siempre será beldad que no se empaña. Triunfó el corazón cuando Pilar Herrero hizo relato de mi "hacienda olivarera" y sanó de mi corazón el caramillo cuando Jesus Rojano, como alcalde, me entregó el gótico pergamino. Mis oídos oyeron de su boca un polifónico y agradable barboteo. Hablé ante el pueblo declarando mi amor a Baena y a sus gentes sin ablandar mi lengua. Recordé a mis padres, maestros de escuela, y quise retornar a ellos de la mano de Laurita, la churrera, quien me dio calor con sus maternales manos y abrigó como si en sus regazos mi vida estuviera. Regresamos a la media noche a Córdoba y la luna llena fue en el negro camino nuestra sonriente compañera.

* Hijo Predilecto de Baena