A Albert Camus le está sentando bien el centenario de su nacimiento. Por doquier es celebrado como un gran escritor y como un excepcional intelectual, si por ello entendemos el pensador que interviene en los asuntos de su tiempo con un justo criterio moral. Pero no siempre fue así, ni debería la memoria que ahora se hace de él perder de vista el aguijón crítico que tanto molestó entonces. Camus pensó a contracorriente. En un tiempo en el que el hombre culto comprometido tenía que elegir entre comunismo o existencialismo, él ni se doblegó ante Stalin, como hicieron tantos intelectuales de entonces, ni compartió el ingenuo voluntarismo de la juventud que se reunía en el Boulevard de Saint Germain, a la sombra de Sartre, creyéndose los todopoderosos reyes de la creación. El era un radical porque iba a la raíz, y la raíz, Marx dixit , es el hombre. Solo le interesaba el hombre de carne y hueso, el que sufre y muere. Trataba de comprenderle y luchar contra su miseria sabiendo, como confiesa su alter ego , el doctor Rieux de La peste , que su lucha se saldaba con una "interminable derrota". En nombre del apestado, del colonizado o del extranjero, dijo no a la historia, encarnada en figuras como el Proletariado, el Progreso, la Humanidad, la Religión o la Raza, ante las que sus contemporáneos se rindieron incondicionalmente. Dijo no a la historia porque no merecía el sacrificio de un solo ser humano. Su famoso humanismo estaba construido sobre un humanitarismo nada épico pero sí muy compasivo. "Además de la historia --decía-- está el modesto bienestar, la pasión de vivir, la belleza natural". No le comprendieron. Fue acusado de burgués por no seguir el dictado de Moscú; de colonialista porque no secundaba los horrores que podían cometerse en nombre de causas justas; de cobarde porque en la Resistencia contra el fascismo no estaba en las trincheras que otros querían. Se lo decían gentes notables, como Sartre, que solo se sumaron a la lucha cuando París ya había sido liberado y que antes habían hecho gala de sorprendentes juicios frívolos sobre el fascismo. Y se lo decían a alguien que se había enrolado desde el primer momento en el Ejército francés, que se dedicó a ayudar a niños judíos en Orán y que se sumó a la Resistencia cuando aquello era un riesgo.

Tampoco escamoteó Camus el problema de Dios, y adoptó una postura que incomodaba a todos. "No creo en Dios, pero no por ello soy ateo", decía Rieux. No quería caer en los tópicos de la irreligión y del anticlericalismo. Quería más bien ponerse en el lugar del padre Paneloux, que creía en un dios todopoderoso para preguntarle cómo permitía tanto sufrimiento. Nadie lo podía entender, ni siquiera el religioso, y por eso se implicaba en el trabajo de curación. La pregunta de Rieux es la de Job y la de los grandes creyentes. Una pregunta sin respuesta, pero una pregunta que para Rieux sí valía la pena plantear porque tampoco él podía aceptar como natural el sufrimiento del inocente. Es la pregunta que hace alguien que se rebela contra "el orden de un mundo regulado por la muerte". No hay en Camus oído para lo religioso, pero sí un fino sentido para lo sagrado, como demuestra su acercamiento al pensamiento de Simone Weil, que desconcertaba a propios y extraños.

Si al cabo de los años Albert Camus ha triunfado sobre sus críticos, y si nos resulta tan contemporáneo, es por su fidelidad al hombre y a la tierra. Le tocó vivir en medio de una generación que, en política, pasó de la negación total a la aceptación ciega; y en literatura, del culto al arte por el arte a la sumisión más incondicional al poder. Camus supo mantener su sangre fría en ese mar de pasiones porque nunca perdió de vista al hombre real, más allá de discursos y utopías. No le importaba si el hombre pensaba bien o mal, ni siquiera si era inocente o culpable. Lo que le angustiaba era su sufrimiento: "No pensamos suficientemente en el dolor. Hay que curar lo que se pueda curar y luego ya veremos quién tiene razón o no, o quién es culpable o inocente".

No es que le diera todo igual, al contrario. Pero puso el acento no tanto en la defensa de valores, ya sean políticos o morales, como en el sujeto de esos valores. Las causas que defendió no fueron nunca al precio del sufrimiento de nadie. Y eso vale también para él mismo: fue un moralista mucho más que un defensor de un determinado código ético. Lo que le guió por la vida y también en su escritura fue la sensibilidad contra la injusticia y no tanto la aplicación de una determinada doctrina sobre la justicia. Ese talante es lo que a la larga le ha permitido sobrevivir. Lo que explica la presencia de Camus y la ausencia de Sartre, por ejemplo, es que el primero pudo escribir que en el ser humano "es más lo admirable que lo despreciable", y el segundo, que "el infierno son los otros".

* Filósofo e investigador del CSIC